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La Heredera del Poder romance Capítulo 2902

Por un instante, entre el mareo y el cansancio, le pareció ver la sonrisa de Vicente.

Vicente la llamó sonriente: —Mariana.

—Vicente—, respondió ella.

Aparecieron juntos en la orilla del mar. Vicente sostenía la cámara y le tomaba fotos, luego la abrazaba y la besaba.

Las risas de los dos eran tan fuertes que hasta el sonido de las olas quedaba opacado.

Todo era perfecto, absolutamente todo.

Mariana lo sabía. Sabía que Vicente vendría.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Mariana.

A la mañana siguiente, Jana subió como de costumbre al segundo piso para llevarle el desayuno a Mariana.

De repente, un grito agudo rompió el silencio de la casa.

—¡Ah!

Y enseguida, el ulular de una ambulancia llenó el aire.

Mariana fue trasladada en la ambulancia, pero ni siquiera alcanzaron a llegar al hospital cuando el monitor de signos vitales marcó una línea plana.

Mariana se fue, con los ojos cerrados y una lágrima gruesa corriendo por su mejilla.

Nadie en ese momento podía saber si Mariana se arrepintió de algo en sus últimos instantes.

Quizá sí, quizá nunca lo hizo.

Jana se arrojó sobre el cuerpo de Mariana y lloró con toda el alma: —¡Señorita! ¡Señorita!

En la Capital Nube.

Cuando el mayordomo recibió la noticia, quedó paralizado, sin poder creer lo que escuchaba. Dio varios pasos hacia atrás, descompuesto. —¿Qu-qué?

La persona al teléfono repitió la noticia.

El mayordomo frunció el ceño, incrédulo. —¡¿Cómo pudo pasar esto?!

¿Cómo pudo pasar?

Había presentido que llegaría una mala noticia, pero jamás pensó que sería la peor de todas.

Ni siquiera colgó el teléfono. Tropezando y a toda prisa, corrió hasta la habitación de don Albarracín. —¡Señor, señor, pasó una desgracia!

Don Albarracín, sentado en la cama, giró con fastidio. —¿Ahora qué pasa?

Bastante tenía ya con sus propios problemas, y ese tono alarmista del mayordomo lo sacaba de quicio.

El mayordomo cayó de rodillas, los ojos enrojecidos. —¡Señorita Mariana… la señorita Mariana falleció!

¿Falleció?

Al oírlo, la cara de don Albarracín se transformó; se incorporó de golpe. —¿Qué le pasó a Mariana?

No podía ser.

¡A Mariana no podía haberle pasado nada!

El mayordomo, tembloroso, continuó: —Acabo de recibir la llamada del hospital Mar Austral. Dicen que la señorita, en la ambulancia, no resistió…

Pero no lo era.

Todo era real.

—Señor, por favor, no se derrumbe. El joven José todavía lo espera a usted—, dijo el mayordomo.

Al recordar que José Albarracín seguía en el reclusorio, don Albarracín escupió sangre de la impresión. —¡Es mi culpa! ¡Todo es mi culpa! ¡Por siempre haberle consentido todo a José!— Eso había llevado a que José hiciera lo que hizo.

Remordimiento, dolor, tristeza, todo lo abrumaba.

—¿Y Mariana?— preguntó don Albarracín, con la voz rota, mirando al mayordomo.

El mayordomo se secó las lágrimas. —Ahora mismo la señorita está en la morgue del hospital Mar Austral.

La morgue.

Al escuchar esas palabras, don Albarracín se quebró por completo.

Mariana, tan llena de vida, y ahora… separada para siempre.

—¡Mariana! ¡Mi nieta!— gritó, levantándose de la cama. —¡Quiero verla!

El mayordomo se apresuró a sostenerlo. —Señor, vaya con calma, por favor.

—¡Quiero ver a Mariana!—, sollozó don Albarracín. —Haz los arreglos, quiero traerla de vuelta a casa.

—Sí, sí, señor—, respondió el mayordomo, limpiándose las lágrimas. —Ya mismo lo organizo.

El mayordomo salió a preparar el vuelo privado, mientras don Albarracín se dejó caer en la cama, apagado, sin esperanza en la mirada.

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