—Hasta luego —dijo Arsenio.
Mientras observaba la espalda de Sebastián alejarse, Arsenio no podía ocultar la sonrisa en sus ojos.
Había conocido a Sebastián durante muchos años y nunca antes había logrado sacarle ventaja. ¡Esta era la primera vez! La sensación era bastante agradable.
Cuando Sebastián regresó a la casa, notó que Gabriela no estaba, así que le mandó un mensaje preguntándole dónde se encontraba.
Gabriela no tardó nada en responder.
—Estoy en la tiendita, voy a salir con unos pescadores locales a la playa —le contestó.
Como iban a buscar mariscos, era lógico que necesitara comprar algunas herramientas.
—Ya voy para allá —le respondió Sebastián.
La tienda quedaba cerca, así que Sebastián llegó en poco tiempo.
Gabriela ya había comprado todo lo necesario: una trampa para cangrejos, un balde, dos pequeñas palas de metal y algunas otras herramientas.
—¿Por qué compraste tantas cosas? —preguntó Sebastián, acercándose y tomando parte de lo que llevaba.
—¿No que íbamos a ir también a la isla? Así podemos aprovechar y llevar esto para allá —explicó Gabriela.
—Está bien —dijo Sebastián, guardando su rosario en el bolsillo—. ¿Cuándo salimos? Aviso para que traigan el yate.
—¿Yate? —repitió Gabriela, sorprendida.
Sebastián asintió con la cabeza.
Gabriela no pudo evitar reírse y lo miró con cierta incredulidad.
—Señor Zesati, en serio, ubícate. Vamos a mariscar, ¡no a pasear! ¿A quién se le ocurre ir a buscar mariscos en yate?
—¿Entonces cómo se supone que vayamos? —preguntó Sebastián, genuinamente desconcertado.
¿Helicóptero, tal vez? Esos eran, hasta ahora, los únicos medios de transporte que él manejaba.
Gabriela lo miró de arriba abajo.
—De verdad que tú no tienes idea de la vida normal, ¿eh?
Sebastián se tocó la nariz, algo avergonzado, sin decir nada ni contradecirla.
Cuando uno está con la persona que le gusta, a veces hay que saber ceder.
Gabriela continuó:
—Vamos a ir con los pescadores, ya quedé con ellos. Nos vemos a la una y media en el muelle oeste.
Dicho esto, Gabriela le tomó la muñeca y miró la hora en el reloj.
—Ya casi es la una y media, hay que apurarnos.
Sebastián enseguida se puso a su paso.
Juntos caminaron hacia el muelle, y tras unos quince minutos llegaron por fin.
Al llegar, notaron que los pescadores también acababan de llegar.
—¡Señorita Yllescas! —saludó una señora mayor, que al ver a Gabriela se le acercó sonriente.
—¡Doña! —respondió Gabriela, sonriendo también.
La señora tomó la mano de Gabriela y, mirando a Sebastián, preguntó:
—¿Este es tu novio?
—Sí —asintió Gabriela, sin darle demasiada importancia.
Coco sonrió ampliamente:
—¡Ya lo sabía! Son el uno para el otro, hacen una pareja perfecta.
Coco, que había crecido yendo al mar, ya había visto muchas cosas, pero nunca una pareja que encajara tan bien como Gabriela y Sebastián.
—Gracias —dijo Gabriela, y luego preguntó—: ¿Cuánto tiempo tardamos en llegar?
—Unos veinte minutos —respondió Coco.
—Perfecto —asintió Gabriela.
Coco los condujo hacia la proa del bote.
—Aquí pueden sentarse. Si necesitan algo, avísenme.
—Gracias —contestaron ambos.
Sebastián, que era extremadamente quisquilloso con la limpieza, sacó su pañuelo y le dio varias pasadas al banco antes de dejar sentar a Gabriela.
Gabriela no pudo evitar reírse.
—Si no estuvieras aquí, ya me habría sentado —le dijo.
A Gabriela no le preocupaba mucho la limpieza y era bastante relajada, incluso a veces más que cualquier chico.
—No es que esté sucio, es solo costumbre —respondió Sebastián.
En los restaurantes, aun sabiendo que los cubiertos estaban desinfectados, Sebastián siempre tenía la manía de pasarles agua hirviendo otra vez.

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