El silencio dentro del Mercedes era sofocante. Sebastián permanecía inmóvil, su mente procesando la información que acababa de recibir.
"Sesenta y seis años..." Las palabras resonaban en su cabeza como un martillo. La idea de Isabel, su Isabel, viviendo con un hombre de esa edad le revolvía el estómago. Sus nudillos se tornaron blancos mientras apretaba los puños sobre sus rodillas.
El zumbido insistente del teléfono cortó el pesado silencio. José Alejandro observó la pantalla con aprensión.
—Señor, es la señora Galindo.
Sebastián apenas logró articular una respuesta.
—Contesta.
Su propia voz le sonaba distante, ahogada por el rugido de pensamientos que azotaban su mente. La imagen de Isabel con un hombre mayor lo estaba torturando. "¿Cómo pudo rebajarse así?", la pregunta le quemaba la garganta.
—Señora Galindo —José Alejandro mantuvo un tono profesional.
La voz de Carmen sonó preocupada a través del altavoz.
—José, ¿Sebas está en alguna junta? He intentado comunicarme con él pero no contesta.
Antes de que José Alejandro pudiera responder, Sebastián abrió la puerta de golpe y salió del auto. El rugido del tráfico inundó el interior del vehículo.
—Sí, el señor está en una reunión —improvisó José Alejandro, mientras observaba con preocupación cómo su jefe se alejaba.
—¿En una reunión? ¿Por qué escucho tanto ruido de autos?
José Alejandro se pasó una mano por el cuello, nervioso.
—Disculpe, señora Galindo, el señor está ocupado. Tengo que colgar.
...
Isabel estaba por comenzar una reunión cuando la puerta se abrió de golpe. Sebastián apareció en el umbral, su traje aún empapado goteando sobre la alfombra persa. Marina contuvo el aliento, sus ojos saltando instintivamente hacia su jefa.
Con movimientos deliberadamente lentos, Esteban se quitó el abrigo y la bufanda, entregándoselos a Isabel. Cada gesto destilaba una autoridad natural que llenaba la habitación.
Isabel sostuvo las prendas, un mal presentimiento formándose en su estómago. No se equivocaba. Apenas recibió la ropa, Esteban se dirigió directamente hacia Sebastián.
—¿Así que quieres casarte con ella?
Su voz era suave, pero cargada de una amenaza implícita que heló el ambiente.
Sebastián sostuvo la mirada de Esteban sin pestañear.
—Por supuesto. Yo puedo darle un apellido respetable. ¿Y tú?
El corazón de Isabel se detuvo por un instante. Sus ojos se clavaron en la espalda de Esteban mientras el recuerdo de aquel beso robado bajo los efectos del alcohol inundaba su mente. Había intentado enterrar ese momento en lo más profundo de su memoria, fingir que nunca sucedió. Pero ahora, con la pregunta de Sebastián flotando en el aire, descubrió que necesitaba saber la respuesta.
"¿Qué somos realmente, Esteban?"

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Heredera: Gambito de Diamantes