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La Heredera: Gambito de Diamantes romance Capítulo 336

Yeray observó al perro tendido en el suelo, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de rabia y admiración que se negaba a admitir. La mandíbula se le tensó mientras procesaba la humillación. Esa mujer lo había tratado literalmente como a un perro.

Oliver se pasó la mano por el rostro empapado en sudor.

—Chingada madre, ya nos hizo correr bastante —resopló entre jadeos.

Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro mientras negaba con la cabeza. Esa mujer era toda una caja de sorpresas. Lo que sea que Esteban le hubiera enseñado, había funcionado. Incluso sabía cómo ganar tiempo corriendo en dirección contraria.

Yeray se giró bruscamente, su abrigo ondeando en la noche.

—Vamos por ella.

Mathilde, que había estado revisando su tablet, levantó la mirada.

—Está tomando los caminos secundarios.

—¿Otra vez a correr? —Oliver no pudo evitar el tono quejumbroso en su voz.

Yeray ni siquiera se dignó a mirarlo mientras avanzaba con pasos largos y decididos.

Oliver apretó los labios, frustrado.

—Esta mujer nos quiere dejar sin piernas —masculló entre dientes.

La mirada que Yeray le lanzó por encima del hombro hubiera congelado el infierno.

—Solo digo... —Oliver alzó las manos en señal de rendición.

Observó el perfil tenso de su amigo y no pudo evitar preguntarse qué pasaba por su mente. Era evidente que la prometida ni lo pelaba, ¿y aún así la defendía? Al pensar en los sentimientos de Yeray hacia Isabel, Oliver sintió que la cabeza le palpitaba. Después de todo, competir contra Esteban Allende era una batalla perdida.

Se acercó a Yeray, bajando la voz.

—¿Ni siquiera te da coraje? En Puerto San Rafael también estaba Sebastián.

Los puños de Yeray se cerraron con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. El ambiente a su alrededor se volvió opresivo.

—¿Qué importa ese pendejo? —Las palabras salieron como esquirlas de cristal.

Sin más, se alejó a grandes zancadas, dejando a Oliver con la palabra en la boca.

Oliver frunció el ceño, pensativo. Comparados con Esteban y Yeray, Sebastián era un don nadie.

—Me van a tronar las rodillas —se quejó, viendo la espalda rígida de su amigo alejarse.

Mathilde pasó junto a Oliver, sus tacones resonando en el pavimento.

—Esta vez tomó el camino junto a la carretera.

Los ojos de Oliver brillaron con renovado interés. Al fin podrían usar el coche. Quizás la princesita no era tan astuta después de todo.

—Estoy a un kilómetro —respondió él de inmediato.

Isabel se mordió el labio inferior. Demasiado cerca.

—Hermano, creo que Yeray viene siguiéndome. Si no traes suficiente respaldo, mejor no... —Un chirrido de llantas cortó sus palabras.

Contuvo la respiración.

—¿Hermano, fuiste tú el que frenó?

—No.

—Ay, valió... —Isabel sintió que el estómago se le revolvía.

Si no era Esteban, solo podía ser Yeray.

—Me voy a esconder —susurró apresuradamente antes de colgar.

Apagó la pantalla del celular y se encogió entre los arbustos, conteniendo la respiración. A través de las hojas, vio una puerta del coche abrirse.

Varios guardaespaldas de traje negro descendieron primero, moviéndose como sombras para asegurar el perímetro. Oliver bajó después, seguido por Yeray.

La luz de los faros recortaba la silueta de Yeray contra la noche mientras encendía un cigarrillo con movimientos elegantes. Su figura alta y esbelta emanaba un aura de peligrosa elegancia. Isabel no pudo evitar notar cómo el traje a medida acentuaba sus largas piernas. Había algo magnético, casi depredador, en su presencia.

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