Sin embargo, en el siguiente instante, la palma de su mano quedó pegada a los labios de Yeray. El calor de su piel la hizo sentir un cosquilleo que le recorría todo el cuerpo.
Yeray, por su parte, la miraba con una chispa burlona en los ojos, que reemplazó la seriedad profunda de antes.
—Tú... tú de verdad eres...
—Todo es legal —reviró Yeray con total descaro.
A Vanesa se le contrajo la comisura de los labios.
—¡Ah, caray! ¿A este tipo no se le cae la cara de vergüenza? —pensó Vanesa. Los dos habían dejado las cosas bien claras desde el principio.
Entonces, ¿ahora qué? ¿Se va a hacer el desentendido?
Solo de imaginar que Yeray fuera a echarse para atrás con lo que habían acordado, a Vanesa le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
—Oye, Yeray, ¿qué te pasa? No irás a hacerte el loco con lo que hablamos, ¿verdad?
—¿Y qué se supone que debo reconocer, eh, Vanesa?
Vanesa se quedó muda.
La mano que Yeray tenía sobre su cintura empezó a deslizarse con intenciones poco inocentes. En cuanto él levantó un poco su blusa y metió la mano, ella se puso tensa de inmediato y trató de apartarlo sujetándole la muñeca.
Pero la palma de Yeray se quedó pegada en su espalda, acariciando despacio…
Vanesa no podía controlar su propia respiración, que cada vez se volvía más pesada.
—Yeray, tú, tú... —balbuceó, preguntándose si él habría bebido.
Seguro había estado tomando, ¿no? Pero no percibía ningún olor a alcohol. ¿O será que era un trago sin olor?
Yeray la apretó con fuerza, pegándola por completo a su pecho.
De estar apenas cerca, de pronto quedaron tan juntos que no cabía ni un suspiro entre los dos. Vanesa volvió a intentar zafarse, pero la mano de Yeray seguía paseándose por su espalda.
Eso solo logró que Vanesa respirara aún más agitada.
Quiso apartarse de su abrazo, pero no supo si era porque él era demasiado hábil o porque aún sentía los efectos de la pastilla que Dan, ese desgraciado, le había dado antes.
El caso es que no tenía fuerzas...
—Yeray... ¿seguro que no estuviste bebiendo?
—No.
Vanesa se quedó sin palabras. Si no había tomado, ¿entonces qué rayos estaba haciendo?
El aliento cálido de Yeray le rozaba la oreja. En ese momento, Vanesa estaba sentada a horcajadas sobre sus piernas.
La mano de Yeray seguía recorriendo su espalda, cada vez con más insistencia.
Justo cuando la temperatura en el cuerpo de Vanesa empezaba a subir peligrosamente, Yeray le susurró al oído:
—¿Ves? No te molesto tanto como dices.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Heredera: Gambito de Diamantes