Una frase tan simple como “tu cabeza sí que sirve” no era una confesión directa de que Paulina estaba con él, pero en la mente de Yeray, la cosa ya estaba más que clara.
Él estaba convencido: Esteban se había llevado a Paulina.
Yeray soltó una risa burlona.
—¿A ti qué te interesa de Lago Negro, eh?
Que Esteban hubiera sacado a Paulina de las manos de su propia hermana, provocando que ella misma armara tanto revuelo contra Lago Negro… Para Yeray, en medio de semejante caos, era imposible creer que Esteban no quisiera sacar algún provecho.
¿Qué habría en Lago Negro que le interesaba tanto…?
¿Algo tan jugoso como para usar a su propia hermana y a su mano derecha solo para conseguirlo?
Esteban respondió de inmediato, con una voz cortante:
—¿Y a ti qué te importa lo que me interesa?
Yeray se quedó mudo.
No era eso lo que quería saber…
Antes de que pudiera decir algo más, Esteban colgó sin miramientos.
La reacción solo hizo que Yeray estuviera más convencido: Paulina estaba con Esteban.
Ahora entendía por qué Isabel andaba tan tranquila: al final, su esposo era quien se la había llevado.
En ese momento, Vanesa salió del vestidor ya cambiada, y lo vio sentado en el sillón frente a la ventana, con una copa de vino en la mano, bañado por la luz del sol.
No podía negarlo: ese hombre era la prueba de que la genética a veces se pasa de generosa. No había ángulo que no le favoreciera.
—¿Ya te cansaste de mirarme? —preguntó Yeray de repente, con ese tono tan suyo.
Vanesa dio un respingo, sorprendida, y rodó los ojos antes de acercarse.
El tipo la miró de reojo, notando la ropa nueva.
—¿Vas a salir?
—Tengo que ir yo misma a averiguar en qué manos de desgraciado de Lago Negro está Paulina.
Por culpa de la llamada de Isabel, la culpa la tenía atravesada. No podía dejar de sentirse mal por su hermana.
Yeray la vio decidida a ir ella misma.
Frunció el ceño.
—¡Mejor no vayas!
—¿Qué?
De un tirón la sentó sobre sus piernas. Las piernas de Yeray eran firmes y su pecho irradiaba calor.
Vanesa, que nunca había sido de mucho contacto físico, se removió incómoda.
—Ya suéltame…
¿Y ahora qué le pasaba? Antes no era tan encimoso, y ahora no la soltaba ni por error.

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