A veces, cuando tocaba restaurar piezas antiguas de valor, Kiara también tenía que bajar a los viejos mausoleos para trabajar en las reparaciones. Por eso, siempre llevaba consigo un rociador de desinfectante especial.
Pero ese olor nunca era desagradable.
Sin embargo, pensándolo bien, ¿cómo un niño de tres años podría inventar por sí solo una expresión como “olor a muerto”? Si nadie se lo enseñaba de manera intencional, era imposible que lo dijera.
—Vicente, dime quién te enseñó a hablar así.
Ese día, Kiara se convenció de que ya era hora de educar a su hijo. No podía dejar que creciera así, sin que nadie le pusiera límites.
—¡Eres una mala mujer! ¡Suéltame! ¡Ya no te quiero!
—¡Paf, paf!—
Kiara, perdiendo la paciencia, le dio dos palmadas en el trasero, asegurándose de que Vicente tuviera “una infancia completa”.
—Hoy sí te voy a educar como se debe. ¿Quién te enseñó a ser tan grosero?
—Natalia, ve y avisa a todas las niñeras y maestras de estimulación temprana, despídelas a todas.
Vicente rompió en llanto, gritando por ayuda a las empleadas.
—¡Uuuh! ¡Déjame en paz! ¡Miranda Peña, sálvame!
Miranda y dos niñeras corrieron alarmadas.
—Señora, el niño es muy delicado, no puede soportar que lo traten así.
Miranda se interpuso entre Vicente y Kiara, su voz era pura burla.
—Señora Kiara, aunque el niño sea suyo, eso no le da derecho a golpearlo como le plazca. Si la abuelita se entera, seguro se pondrá furiosa.
Miranda era la nodriza de Dionisio y mamá de Brenda.
Desde que crio a Dionisio de pequeño, tenía más autoridad que cualquier otro empleado en la familia Olivares. Cuando Vicente nació, ella se encargó por completo de su cuidado. Claro, en una casa con tantos empleados, lo único que hacía era supervisar que todos cumplieran su trabajo.
Al escucharla, la sangre le hervía a Kiara. Le contestó con frialdad:
—A mi hijo lo educo yo. No necesito que una empleada se meta en lo que no le importa.
—¿Tú… tú te atreviste a pegarme?
Kiara se encendió aún más y, sin pensarlo, le dio otra cachetada.
—¡Paf!—
—Si vuelves a enseñarle groserías a mi hijo, te va a ir peor.
Miranda, acostumbrada a mandar y sentirse intocable en la casa Olivares, nunca imaginó que Kiara se atreviera a ponerle un alto. Ahora le ardían las mejillas, el coraje y la humillación le impedían reaccionar.
—¿Me pegaste dos veces?— Miranda apretaba los dientes, furiosa, pero no se atrevía a responderle.
—Si vuelvo a enterarme de que le enseñas tonterías a mi hijo, te voy a volver a poner en tu lugar.
En ese momento, el portón eléctrico comenzó a levantarse lentamente. Tres carros de lujo entraron despacio al patio.
—Es el señor Dionisio, ya regresó.

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