Petra introdujo la clave y entró a la sala; justo en la entrada se topó de frente con el hombre que ya estaba por salir.
—Señor Benjamín... ¿Va a salir a correr temprano?
Benjamín llevaba ropa deportiva de pies a cabeza.
Petra recordó que, cuando vivían en Santa Lucía de los Altos, él también salía a esa hora a correr por las mañanas.
De verdad que su disciplina asustaba.
Por su parte, Petra sentía que apenas sobrevivía; después del trabajo, solo quería llegar a la casa y tirarse en la cama, sin ganas de mover ni un dedo.
—Sí —respondió Benjamín, con voz tranquila. Luego echó un vistazo hacia el comedor y dijo, en tono serio:
—De la otra casa mandaron un poco de avena; puedes desayunar primero.
Al escuchar eso, Petra contestó en voz baja:
—Cuando salí de mi casa ya desayuné.
Benjamín no dijo nada más. Salió de la casa sin mirar atrás.
Petra apretó los labios, levantando la vista hacia el ventanal. Desde ahí, podía ver a Benjamín calentando en el jardín.
Después de unos estiramientos rápidos, él salió trotando por la puerta.
Qué energía la de este hombre.
Un tipo así, pensó Petra, debería tener una pareja chispeante, como un rayito de sol: siempre activa, siempre sonriendo.
Definitivamente, ella no era así.
Suspiró y dejó de mirar por la ventana. Subió a la planta alta y entró al vestidor.
La ropa que Benjamín se había quitado el día anterior seguía colgada en el perchero. Petra se acercó, la tomó con cuidado, y la dobló para dejarla lista; luego llamó a la tintorería para que pasaran a recogerla.
Enseguida, preparó el conjunto que Benjamín usaría ese día.
Él solía tardar más o menos una hora en sus carreras matutinas.
Cuando Petra terminó de organizar todo, Benjamín aún no regresaba.
Se paró frente al librero y, de repente, notó un libro sobre diseño de joyas que había buscado mucho tiempo atrás sin éxito. A Petra se le iluminó la mirada, sorprendida, y enseguida lo sacó de entre los demás.
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