Aria
No me gusta mucho cuando el día está extremadamente cargado de trabajo, pero hoy es diferente. El agendar tantas reuniones e ir de un departamento a otro en representación del señor Elwood me despeja la mente de mis preocupaciones. Claro, eso no me libera del todo de la enorme piedra que hay en mi corazón y que no me deja tranquila. Además, me pesa que hoy no voy a poder irme a casa porque mi hermano va a pedirle matrimonio a su novia. ¿Podría empeorar mi día? No me atrevo ni a planteármelo porque es seguro que va a ocurrir y prefiero no ser yo la que termine de enterrarse.
Las náuseas no me abandonan en ningún momento, pero consigo no vomitar ni hacer gestos frente a mi jefe, quien actúa como si no me hubiese dado la gran primicia de su matrimonio y mucho menos como si se hubiese comportado posesivo conmigo. A él yo no le importo en lo absoluto y, aunque eso me duele, también me aporta más coraje para llevar a cabo mi plan. Me va a tomar algunas semanas reunir el dinero suficiente para marcharme, pero valdrá la pena el sacrificio. No puedo dejar que él se entere de mi pequeño, no si no quiero que me obliguen a deshacerme de él.
Tal vez estoy haciendo muy mal, pero me niego a arriesgarme. No pienso perder a mi hijo por el amor de un hombre, aunque yo me muera por él. Este bebé es lo único bueno que tendré de este amor unilateral.
A la hora de la salida, Natasha se vuelve a aparecer en la empresa. Ahora está vestida con un bonito y elegante vestido violeta, el cual se ciñe a su delicada y esbelta figura.
—¿No te sentó bien la noticia, cariño? —se burla, pero cambia su expresión de serpiente venenosa cuando el señor Elwood sale de su oficina.
—Vaya a casa, Mills —me dice con tono frío.
Mi jefe se dirige hacia su novia y le ayuda a ponerse el abrigo. Ella se ríe de forma mimada y lo toma del rostro para besarlo, no sin antes ponerse un poco de puntillas, ya que él es muy alto, tan alto que ni con tacones enormes podría yo llegarle a la barbilla. Soy una cosa diminuta a su lado, y es por eso que no sé cómo resisto el sexo con él o cómo voy a gestar a su hijo sin que mi salud se vea comprometida.
Cuando los dos se van, me llevo las dos manos al rostro y me dejo llevar por el llanto. Sin embargo, paro a los pocos segundos, puesto que me tengo que marchar.
—John, ¿podrías llevarme a otro sitio? —le pregunto al chófer cuando me meto en el auto.
—¿A dónde quiere ir, señorita Mills? ¿Tiene la autorización del jefe? Sabe que él no permite…
—Está bien, está bien —lo interrumpo—. Llévame a casa.
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