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••• Punto de vista de Amelia •••
De repente todo se volvió borroso y casi perdí el equilibrio. El culpable era Ernesto, quien me había tomado de la cintura y girado para que quedáramos cara a cara. Para no caerme, apreté su traje con mis manos.
Estábamos tan cerca que podía oler su perfume. A pesar de que yo era alta, él lo era todavía más. Incluso con los tacones que llevaba, mi cabeza apenas y le llegaba a la nariz.
Entonces yo volteé hacia arriba en el momento exacto en el que él bajó la vista y nuestras miradas se encontraron. Vi en sus oscuros ojos el deseo brillando en todo su esplendor.
Mi corazón se aceleró al darme cuenta de lo íntimo que era todo. Intenté alejarme, pero solo conseguí que me apretara con más fuerza, como si intentara borrar la frontera entre nuestros cuerpos. Al sentir algo largo y duro contra mi vientre, me sonrojé.
Estaba molesta, en parte porque él se sentía con el derecho de comportarse así hacia mí; y, por otro lado, por la manera en que mi cuerpo respondía ante su toque.
Detrás de mí se escuchó el chirrido de las llantas de un auto. “¡Alia!”, me gritó Sam. Yo aproveché la oportunidad para intentar separarme nuevamente de Ernesto, quien en esta ocasión me dejó ir.
Sam me había contactado mentalmente minutos antes, para preguntarme en dónde estaba, por qué no me había regresado manejando y por qué no lo había esperado para que se asegurara de que volviera a la manada sana y salva. Yo le respondí que necesitaba despejarme un rato, así que regresaría caminando. En ese momento Ernesto me alcanzó. Como dejé de contestarle, Sam se preocupó y manejó a toda velocidad por los alrededores para encontrarme.
Lo siguiente que supe es que mi beta se estacionó junto a nosotros y se bajó de un salto. Después, caminó hacia mí.
“Alia, he venido por ti. Tu padre, el Alfa Diego, me dijo que tenía que discutir a la brevedad un tema muy importante contigo”, me informó Sam.
"De acuerdo", dije. Sam abrió la puerta del copiloto para mí. Sin voltear a ver a Ernesto, me metí al carro.
Apenas recordé la forma en la que me había agarrado, me molesté. ¿Quién se creía que era? Primero lo del club y ahora esto.
«¡Es un cínico! Se atrevió a abrazarme y restregar su p*ne en mi vientre ahora que ya no somos nada. ¡Qué bueno que Sam llegó, porque si no lo más probable es que me hubiera besado!», me dije.
«¿Acaso Maia no lo satisface s*xualmente? ¿Creyó que yo sería tan t*nta como para permitir que se desfogara conmigo? ¡Será mejor que siga soñando!», me burlé.
Y fue ahí cuando me di cuenta de que no había escuchado nada de ella desde que le di a Hugo la grabación, a pesar de que sabía del escándalo que había armado la cinta en la Manada Garra Roja. Al menos había conseguido dividir la opinión pública: aunque algunos todavía defendían a Maia, otros comenzaban a defenderme a mí.
Pero, ¿qué había sido de Maia? No había escuchado ningún rumor de que Ernesto la hubiera castigado. Tampoco esperaba que lo hiciera, pero sí me sorprendía que ni siquiera la hubiera obligado a disculparse conmigo.
Estaba segura de que había encontrado la manera de tergiversar el episodio para quedar como una víctima. Y Ernesto, quien seguía cegado por su amor, le creyó. ¡Eso tenía que ser! De hecho, me habían llegado rumores de que le había pedido a sus hombres que me buscaran, capturaran y me regresaran a su manada para que yo lidiara con el escándalo.
Una sonrisa amarga apareció en mi rostro al imaginarme la devoción con la que Ernesto cuidaba de Maia. Para él, ella era incapaz de cometer una fechoría, mientras que yo era una p*rra despiadada, capaz de cometer las peores bajezas con tal de lastimar a su amada. El solo hecho de pensar eso me causó náuseas.
Y eso no era lo peor. Mi cuerpo había reaccionado complacido ante su toque. Intenté identificar la razón y llegué a la conclusión de que necesitaba tener s*xo pronto.
Para descansar un rato de mis dilemas, decidí concentrarme en el camino. Giré la cabeza y miré a Sam. Como estaba de perfil, podía contemplar su marcada mandíbula. La vista me parecía fascinante, especialmente cuando las luces de la carretera iluminaban su rostro y yo apreciaba sus facciones en todo su esplendor, antes de que fueran engullidas por las sombras. El ciclo se repetía con cada farola que pasábamos.
«¿Y si me ac*esto con Sam?», pensé. Sin embargo, rápidamente desestimé la idea. No solo era mi beta, también era mi amigo desde que éramos niños y lo que menos quería era que nuestra relación se estropeara por una tontería. Además, si un día encontrábamos a nuestras verdaderas parejas, ambos nos sentiríamos culpables.
«¡Todo esto es culpa de Ernesto! Si no fuera por él, no estaría pensando en c*ger», me quejé.
"Sam, gracias por llegar justo a tiempo", le dije con sinceridad a mi amigo, con la esperanza de entablar una plática que me ayudara a pensar en otra cosa que no fuera s*xo.
“No hay nada que agradecer, Alia. Como tu beta, mi trabajo es cuidarte. Además, como tu amigo, sabía que para ti no sería fácil estar cerca de Ernesto, así que decidí aparecer para mostrarte mi apoyo", contestó él, con los ojos fijos en la carretera.
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