Calia despertó con el cuerpo entumecido, un dolor punzante en el cuello y un calor sofocante envolviéndola. Parpadeó varias veces hasta que su visión borrosa comenzó a aclararse. Estaba tumbada sobre algo blando y cálido, cubierta por gruesas pieles de oso que desprendían un fuerte aroma a bosque y sangre. Su respiración se aceleró al recordar lo último que había sucedido.
El ataque.
El hombre de cabello rojo.
Los colmillos hundiéndose en su piel.
La marca ardiente que ahora latía en su cuello como una herida fresca.
Calia se incorporó de golpe, soltando un quejido cuando el dolor la atravesó como un cuchillo. Se llevó una mano temblorosa a la zona afectada y sintió la carne sensible, el leve relieve de los colmillos grabados en su piel. Su corazón martilló con más fuerza contra su pecho.
—No… no… —susurró, mirando a su alrededor.
El campamento era rudimentario: una fogata central crepitaba, desprendiendo un aroma a leña y carne asada, y varias pieles estaban dispuestas en el suelo. Alrededor, la sombra de enormes cuerpos se movía con tranquilidad.
Lobos, pensó ella.
Hombres, es lo que caminaba con despreocupación por el lugar.
En este caso para Calia, demonios, bestias enviadas por el mismo rey del infierno para castigar a la humanidad por sus pecados. Y, entre ellos, una figura imponente, de cabello rojo y ojos dorados, la observaba con una expresión indescifrable.
—Monjita, has despertado.
El tono de su voz la recorrió como un escalofrío, provocando una ola de temor e indignación. Se aferró a las pieles que cubrían su cuerpo, sintiéndose expuesta.
—¡Mantén lejos tus manos impías, demonio! —escupió con furia.
Aleckey soltó una carcajada profunda y gutural. Dio un paso hacia ella, su aura dominante llenando cada rincón del campamento.
—Demonio… —repitió, divertido saboreando aquellas palabras en su boca de labios rojizos y un poco gruesos. —Mujer, me han llamado de muchas formas en mi vida, pero esa es una de mis favoritas —dijo aun con esa diversión, Calia quiso apartarse, pero su cuerpo protestó. La mordida había drenado su fuerza, era algo normal en humanos. Aleckey se agachó frente a ella y tomó su barbilla con dos dedos, obligándola a mirarlo. —Te he marcada, monjita. Ahora eres mía.
Ella sintió un escalofrío de repulsión recorrerle la espalda.
—Yo no te pertenezco.
—Tu cuerpo dice lo contrario.
El ardor en su cuello se intensificó, como si la marca respondiera a sus palabras. Calia lo golpeó en el pecho con su última pizca de energía, pero fue como golpear una roca. Aleckey ni siquiera se movió.
—Quítame esta maldición.
Aleckey ladeó la cabeza.
—No es una maldición, monjita. Es un regalo.
—Es una condena.
El alfa gruñó con una intensidad que hizo callar a los demás lobos en el campamento. Se acercó más, su rostro apenas a un susurro del suyo.
—He esperado más de doscientos años por ti. No voy a permitir que rechaces lo que la diosa luna nos ha dado.
Calia respiró entrecortadamente.
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