Expulsé todo lo que tenía en el estómago. ¡Qué asco! Fue un choque mental el comprobar la degradación humana a qué punto había llegado, bajo mi punto de vista ante la vida. No logro entenderlo. Bajo mi concepto estructural de crianza no concibo vender mi cuerpo por dinero, por unos trajes de marca o por pasear en carros lujosos. Yo valgo más que eso. Mi forma de ver la vida era tan ajena a lo que se vivía en la planta baja.
No era por ser religiosa, pero de algo sí estoy segura. Eso no le gusta al Creador. Se trata del respeto a tu intimidad y a la misma vida; puedes contagiarte de alguna enfermedad. En una orgía quebrantas tantos valores. Si el ser humano comprendiera que independiente a la religión profesada se debe cuidar la integridad como persona. Los mandamientos son bases fundamentales para mantener tu consciencia tranquila, era solo eso, respetar leyes universales así no creas en un ser Superior. Ahora entiendo las palabras de mamá. El meollo de la crisis del mundo estaba en la carencia del temor al Dios, el mismo dejado de inculcarse en los hogares, era lamentable reconocer que algunas o muchas de las mujeres hemos patrocinado a esa decadencia.
Jamás pensé ver en vivo y en directo tal escena. Cada vez que revivía la imagen se me revolvían las entrañas; hasta por la nariz salió vómito. Bajé la cisterna, abrí el grifo del lavamanos, lavé mi cara, enjuagué la boca. El joven ingresó al baño sin dejar de observarme, sacó de un cajón crema dental, también un cepillo de dientes nuevo, me lo tendió y lo acepté. Sentía el rostro rojo ante su escrutinio analítico.
Después de asearme la boca, tomé agua para bajar el malestar por haber botado lo poco en la barriga, no he almorzado y por lo visto ni cenaré. Al salir del baño él cerraba la puerta del balcón. En esta ocasión su mirada fue diferente; era una mezcla de sorpresa y curiosidad. Mi corazón empezó a palpitar con frenesí, por instinto busqué a mí alrededor lo que podía usar como un arma, por si se propasaba.
—¿Cuándo se acaba eso?
Pregunté con la toalla de manos en la cara. No se abalanzó, necesito entablar una conversación, eso me ayudará a bajar los nervios.
—Las puertas las abren mañana después de las ocho de la mañana. —abrí mis ojos de par a par—. Eres nueva en este mundo ¿cierto? —Me quedé con la boca abierta.
—¿Tengo cara de puta? —Fue mi respuesta—. ¿Tengo en mi cara la palabra cuesto cien mil pesos?
—¿Eso es lo que vales?
Dejé de ser yo y no sé si fue la espera, el frío, el imbécil preguntando esa estupidez o lo visto hace un momento. No lo sé, pero estallé.
—¡Mire señor!, me importa un trasero quien sea usted, si tuviera un poco de cerebro comprendería qué al verme escondida acá entendería que no soy como esas mujeres, las cuales están… —La lengua se me trabó de nuevo—. Haciendo… Ya sabe. —sentí el rostro caliente por la rabia—. ¡Yo no hago nada de eso!
No escuché a nadie ingresar, nada más sentí cuando puso su arma en mi cabeza, la verdad no sé cómo resistieron mis piernas para no caerme.
—Hasta hoy no ha quedado ningún ser vivo después de hablarle de esa forma a mi Patrón, perrita. —El joven había quedado al frente de mí, no sé qué vería, tal vez el miedo atroz de mi parte—. ¿La pelo Patrón?
—¿Cuánto cobras por follarte una hora?
El miedo se esfumó para darle paso a una Verónica que pocas veces dejo ver y sale cuándo me llevo al mismo diablo por delante.
—No soy ninguna santa, ¡y le aclaro, no soy una puta! Dígale al perro faldero a mi espalda, que si dispara también lo mata a usted porque queda en la misma trayectoria de la bala. Yo no tengo precio y me importa un comino quien sea usted.
—Rata, tráemelas.
No le aparté la mirada, lo desafié. A los pocos minutos trajeron dos deslumbrantes mujeres, una blanca, la otra trigueña; ambas de cabellos largos y curvas voluptuosas. El hombre que me había apuntado era el mismo a quien le había dado mis datos en la entrada.
» Gracias. —¿Gracias? ¡¿Este tipo va a encerrarme con estas mujeres?!— No tienes a donde ir. Te tocará ver o unirte a la velada privada.
Se me cayó la mandíbula, sentí un calor de repente, debo tener el rostro rojo, los ojos me picaron, lo empujé para abrirme paso e ir hacia el balcón. Él caminó despacio, sacó medio cuerpo para hablarme.
» Verónica va a llover y estaré ocupado. —Lo ignoré—. ¡Cómo quieras!
Me importaba un comino. ¿Cómo sabía mi nombre? Además, ¿quién se creía este hombre?, ¡era irrespetuoso!, arrogante y frío. Comenzó a lloviznar, sentí un gran nudo en la garganta. Odio sentirme acorralada.
Cerró la puerta. Di la espalda hacia la entrada del balcón, no pude aguantar las ganas de llorar, tapé mi boca, quería gritar y hacer una pataleta. ¿En qué infierno me metí? La lluvia apretó más, el agua helada se introducía cada vez más hasta mojarme por completo la ropa, comencé castañear los dientes por el frío. Pasaron los minutos hasta que escuché el abrir de la puerta. Él salió al balcón.
—¿Ahora se le dio por hacer el amor en el balcón?
Hablé, mis labios temblaban, lo miré por unos segundos. A esos ojos gatunos les pedí un poco de misericordia, las gotas de lluvia ocultaron mis lágrimas. Él soltó una carcajada.
—Respuesta incorrecta y todos tenemos un precio, niñita, salvo que contigo ya no sé si me interesa. Te faltan —volvió a repararme—. Atributos sustanciales para mi gusto explícito.
Mi corazón bombeó con frenesí, me contuve para poder sonreír, espero no verme falsa, la verdad era que me había sentido herida en mi vanidad femenina.
—Es tranquilizador escuchar eso.
Se retiró para irse a la habitación continua. El señor de hace un rato que casi me mata no se había movido mientras hablábamos. Era como si estuviera en trance analizando la escena protagonizada. Luego sonrió para retirarse por la puerta donde había entrado. Al poco tiempo escuché la cerradura electrónica. ¡Fantástico! Me dejaron encerrada en la habitación de uno de los duros del narcotráfico o más bien del hijo de algún duro, porque esos hombres ya son viejos verdes, en cambio... él era joven y demasiado atractivo.
Tomé la ropa ofrecida, ingresé al baño para cambiarme, extendí el jean en el baño, traté de escurrir lo más que pude la ropa interior, con una toalla traté de secarlos, me había mojado hasta el tuétano, «como decía mi madre». Traté de dejar el menor desorden posible, luego me senté en la gigante cama. Era extraño, sentía seguridad al estar ahí, si quería hacerme algo malo ya lo hubiera hecho.
Fui hasta la mesa donde la «Rata» había dejado unos papeles, también había un portátil. Tomé los documentos de la carpeta; eran escritos en mandarín. Al analizar la pantalla del portátil comprendí su intento de traducirlos. Sonreí. Por agradecimiento a su noble gesto, tomé papel y lápiz para traducirle la hoja. Se referían al día y los métodos de seguridad solicitados para la reunión de una convención, supuse era la misma a la cual se había referido Lorena. Al final de la traducción le escribí las palabras. «Gracias por protegerme».
Me acerqué a la nevera, había leche y a un lado en una pequeña alacena vi cereales, los tomé, tenía mucha hambre. Mientras comía apagué el televisor, encendí el estéreo, miré una gran colección de música en especial salsa y Marc Anthony salió vencedor ante mi criterio. Sonreí, era uno de mis cantantes favoritos. Tenía otros, en especial de música romántica, carrilera; tenía un buen repertorio de la famosa música para planchar, esa era la que más me gustaba. Tomé uno de José José. Cuando llegué a la cama escuché los gritos de la habitación continua.
—¡Ay! ¡Ay!... Sí, sí, ¡asííííí! —Un grito, seguido de un fuerte gemido—. Don Roland más duro. ¡Métalo duro! —abrí la boca, el rostro lo sentí caliente por la pena ajena.
Le subí todo el volumen a la música, aún seguía con la boca abierta. ¡Qué hombre tan cochino! ¿Ese era el famoso Roland Sandoval? Era un maniático, enfermo, desquiciado y autoritario. Los gritos siguieron. La música apaciguó la faena del otro lado. Terminé de comer, lavé el tazón. Debía darle crédito a quien haya tenido tan buen gusto para escoger la ornamentación del lugar y en sí, de toda la hacienda.
Me acerqué al armario, quedé sorprendida con el orden. Deseé tener una empleada para organizar la ropa como él la tenía. Abrí un cajón; donde guardaba sus bóxeres, uno seguido del otro en orden milimétrico, lo cerré de una. Abrí otro; era el de las medias, todas de colores tierra, igual que sus interiores, la ropa entregada era café oscuro y la camiseta de color crema.
En su armario predominaban cuatro colores: El verde aceituno o tal vez más claro —seguía lloviendo—. También hay ropa de color café en tres tonos incluyendo el beige. ¿Será siempre así de metódico? Tomé una de sus medias, me las puse, tenía los pies helados, y me metí en la cama.
Hacía mucho frío. El volumen lo tenía al máximo, le bajé para verificar si habían terminado la faena, sonreí. Cuando terminaba de acomodar la cabeza en la almohada se escucharon los gritos aullantes del otro cuarto, lo encendí una vez más. ¿En qué momento me quedé dormida? No lo podría confirmar, quedé profunda escuchando la música a un volumen impensable y al fondo un eco de porno salvaje o como dijo él, de una faena de sexo duro.

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