Durante toda la comida del reencuentro de exalumnos, Eloísa no lograba concentrarse en nada.
Al final, sintiendo que ya no podía seguir fingiendo, inventó una excusa y se fue antes de tiempo a casa.
Ahora, lo único que deseaba era un lugar donde pudiera estar sola y calmar su mente.
Jamás imaginó que justo en el instante en que giró la llave y abrió la puerta, volvería a toparse de frente con esas dos caras que menos quería ver.
—¡No inventes, Martín! Hace siglos que no probaba tus pastas, tu sazón sigue igual de buena que antes —decía Jazmín, animada.
—Come más de esto, Martín, recuerdo que antes era tu favorito —insistía ella, sirviéndole una porción generosa.
Martín y Jazmín, sorprendentemente, habían regresado antes que ella.
En ese momento, ambos estaban sentados uno junto al otro en la mesa, con una complicidad y cercanía que a Eloísa le revolvía el estómago.
Martín todavía traía puesto el delantal, como si apenas hubiera terminado de cocinar. Recibía el plato rebosante que Jazmín le ofrecía, y le regalaba una sonrisa llena de cariño.
—Está bien, Jazmín, tú también come más —contestó él, devolviéndole la sonrisa.
Eloísa contemplaba la escena, incapaz de asimilar lo que tenía delante.
Recordó cuando recién se graduó y conoció a Martín: él era apenas un estudiante pobre, dando sus primeros pasos en la vida adulta.
Había dejado atrás la imagen de alumno destacado y reservado; ahora, como pasante de derecho, apenas podía sobrevivir.
Vestía camisas blancas tan usadas que ya estaban amarillentas, vivía en un departamento viejo y húmedo donde siempre caía agua del techo, y cada peso que ganaba lo estiraba hasta el límite.
A pesar de todo, el alto costo de vivir en Silvania casi terminaba por aplastarlo.
Más allá de su atractivo físico, Martín no tenía nada.
A Eloísa le dolía verlo así, aguantando todo solo, luchando cada día.
Por eso, recurrió a sus amigos y logró que una inmobiliaria del centro le vendiera un departamento elegante a Martín, disimulando todo para que él no sintiera que le estaban ayudando.
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