Su mirada grisácea, como la de un tigre al acecho, me escudriñaba con detenimiento. Jacob siempre pasaba por mi escritorio antes de ir a su oficina. Siempre me soltaba algún piropo, pero nunca había sido tan directo como en ese momento.
—Entonces, Laurent, ¿quieres salir este sábado conmigo? Pero no en plan de negocios —me guiñó un ojo.
Y luego me besó la mano. Así, sin anestesia. Como si estuviéramos en el Kdrama si la vida te da mandarina versión Miami.
Aún estaba procesando lo que acababa de ocurrir.
¿Jacob me acababa de besar la mano?
¿Estaba soñando?
¿Había caído en un agujero temporal y estábamos en 1900?
No. El dolor de mis zapatos me recordaba que estaba en mis cinco sentidos. Y que llevaba puestos los más incómodos del universo.
Jacob Stuart era la definición de encantador, educado, atractivo, rico… con ese aire de la realeza británica, aunque fuera de Miami. Siempre relajado, el espécimen perfecto que tu madre aprobaría. ¿Hasta qué punto? Con su sonrisa, mi madre le daría las llaves de nuestra modesta casa… y hasta la de mi habitación. Seguramente también la de mi hermano, si hubiese sido mujer. O si fuera un poco más flexible con los estándares.
A pesar de que él era todo lo que muchas desearían… con él nunca sentí esa chispa eléctrica que mencionan en las películas. Jamás sería un fuego arrollador. Para mí, él solo era un pequeño arroyo. Bonito, suave, que suena lindo al fondo. Pero no me quema. No me incendia. No me rompe.
Unos pasos imponentes resonaron detrás de mí, mezclados con ese perfume a madera, a invierno caro, a advertencia.
Era él.
No tenía que verlo; mi cuerpo ya lo había detectado.
La temperatura bajó dos grados. El aire se volvió denso, espeso, como si cada molécula gritara su nombre.
Sentí su mirada clavada en la nuca y giré lentamente.
Brian.
Su rostro parecía tallado en furia contenida. Esa era la misma expresión que le había hecho a su ex publicista antes de despedirlo en plena reunión. El tic en su ojo derecho era una prueba infalible de que estaba al borde de un ataque. Lo conocía demasiado bien. Y eso me aterraba. Y me gustaba. Lo odiaba por eso.
Mi jefe.
Mi tormento emocional.
Mi maldito grano en mis partes nobles.
El que me hace querer renunciar… y luego encerrarme con él en un ascensor.
Creí que me miraba a mí, pero no. La mirada iba dirigida directamente a Jacob. Se sostenían la mirada como dos guerreros que iban a partirse la cara a puños pero en trajes de diseñador. Juraría que hubo una descarga eléctrica entre ellos. La tensión era tan líquida que si alguien prendía un fósforo, volábamos todos.
Y, para colmo, me pareció… sexy.
¿Acabo de pensar que era sexy?
¿Ver a mi jefe a punto de explotar por celos me pareció sexy?
OK, definitivamente necesitaba salir de esta oficina. Urgente. Una ducha fría. Tal vez una lobotomía.
Jacob me sonrió con esa tranquilidad suya, como si nada estuviera pasando, mientras me soltaba con suavidad.
—Laurent, necesito que vengas a mi oficina en este momento —dijo Brian con voz firme—. Necesito hablar contigo sin distracciones.
—¿Quieres hablar conmigo ahora? Vaya. Como puedes ver, estoy usando mi valioso tiempo en una conversación con Jacob.
Ni siquiera parpadeó.
—Qué bien. Ahora hablarás conmigo. A mi oficina. Y no me hagas repetirlo.
Su gesto, su tono… me irritaron. Esa mirada. Esa manera de decirlo, como si fuera dueño de mí. Como si pudiera simplemente chasquear los dedos y yo saliera corriendo como su mascota entrenada.
Lo ignoré. Esperaba que se cansara, desapareciera o implosionara.
Pero entonces…
Me tocó.
Su mano tomó la mía, liberándola del agarre de Jacob. No como Jacob, que había sido delicado. No. La suya era fuerte, dominante, cargada de una seguridad insultante. Arrogante. Exasperante. Y, por desgracia, condenadamente excitante.
Con un leve tirón, me obligó a levantarme y me arrastró con él hacia su oficina. Como si fuera normal llevarse a tu secretaria de esa forma. Como si yo le perteneciera.
El hombre más profesional del mundo estaba rompiendo todas sus propias reglas.
Y parecía disfrutarlo.
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