La tensión entre nosotros era tan palpable que casi se podía respirar. Líquida, densa… como si flotara en el aire y se metiera en los pulmones, como una advertencia. La mirada decidida de Brian, junto con su mano todavía aferrada a mi muñeca, dejaba claro que no pensaba dejarme escapar tan fácilmente.
Fruncí el ceño, forcejeando otra vez. Con fuerza. Como si eso pudiera romper más que su agarre, como si también pudiera romper la absurda conexión que se formaba cada vez que me miraba de esa forma.
—Laurent… —su voz bajó un poco, y sus ojos me siguieron, intensos, de ese color grisáceo con un leve tinte azulado que, bajo la luz que se colaba por la ventana, parecían hechos para hipnotizar. Maldición—. Quiero decir… señorita Torres. En serio. No puedo dejarte ir.
—¿Ah, no? Pues qué lástima. Porque yo sí puedo, Brian —resoplé con rabia contenida—. Me iré en cuanto aceptes mi carta de renuncia.
—No lo haré. No permitiré que te alejes de mi lado.
—Ese es tu problema. No el mío.
Intenté salir. En serio lo intenté. Pero Brian fue más rápido. Cerró la puerta con su mano, con calma, sin violencia… y de pronto me vi atrapada entre la madera y su cuerpo. Su cercanía me robaba oxígeno. Levanté la vista, dispuesta a empujarlo otra vez, pero su expresión me congeló. Serio, pero no agresivo. Casi… vulnerable. O eso quería que creyera.
Y entonces, como si todo no fuera ya lo suficientemente confuso, sus ojos se suavizaron.
—No dejaré que te marches. Si tengo que contratar un equipo legal completo para que te quedes conmigo… lo haré.
Su tono era suave. Suave y peligroso. Porque cuando Brian hablaba así, sin elevar la voz, era cuando más debía preocuparme. Su mirada tenía la magia para mantenerme paralizada.
Su amenaza envuelta en terciopelo. Una promesa disfrazada de advertencia. Y entre nosotros, el aire cargado, eléctrico. Como si una chispa fuera suficiente para que todo explotara.
—¿De qué hablas? No puedes obligarme —murmuré. Más por mantener un poco de dignidad que por creerlo.
—¿No? Bueno… más o menos —sus labios casi rozaban los míos al hablar—. He estado intentando hacerlo por las buenas, señorita Torres. Pero según el contrato… se supone que estarías conmigo un… año… más.
Mi cerebro, que normalmente estaba ocupado ideando formas de hacerle daño legalmente permitidas, sufrió un cortocircuito. ¿Un año más? ¿Con él? ¿Con su voz, su presencia, su sonrisa idiota que aparecía cuando menos debía? ¿Con su tono pasivo-agresivo?
¡No!
Respiraba con dificultad. ¿Era por la ira o por la tensión? ¿O por las mariposas traicioneras que, a pesar de todo, decidían revolotear cuando él hablaba así?
—Para nada. Te doy un mes. Solo un mes, quieras o no —dije, tragando saliva, como si con eso pudiera ahogar también las mariposas traicioneras que habían despertado.
—¿Sabes lo que quiero? —dio un paso más. Un paso mínimo. Pero suficiente para que, si uno de los dos se inclinaba un poco más…—. ¿Quieres saberlo?
No.
Sí.
¡No!
Tal vez.
—¿Qué… quieres?
Mi voz apenas salió. Él sonrió. ¡Esa sonrisa! Misteriosa. Como si en su mente estuviera diciendo “te tengo justo donde quiero, y lo sabes”.
Y lo peor era que sí. Lo sabía.
Me frustraba. Me desesperaba.
Me… ¿emocionaba?
—Si realmente quieres que te despida este mes… —susurró con una voz tan deliciosa que mis neuronas aplaudieron en masa—, será mejor que seas más creativa en tu estrategia. Porque te advierto algo, Laurent: si me ofreces veneno en la comida, me lo comería sin pestañear antes de despedirte. Después de todo… eres mi secretaria. Y eso significa que estás aquí para quedarte. ¿No crees?
Su tono…
¡Ese tono!
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Recuperando a mi Millonaria secretaria