El brillo en los ojos de Karina se fue apagando poco a poco. Justo cuando la desesperación la venció y cerró los ojos, una mano fuerte y caliente se aferró a su muñeca. De pronto, todo giró a su alrededor y se sintió envuelta en unos brazos sólidos.
—¡Agárrate de mí! —la voz, segura y urgente, la sacudió.
Aquel hombre la levantó como si fuera una pluma, sin delicadeza alguna, tal cual levantaría a un gato del suelo.
En el siguiente instante, algo explotó frente a ellos. El desconocido la apretó aún más contra su pecho, cubriéndole la cabeza.
El aire se llenó con el olor picante de la pólvora, y una oleada de calor ardiente los envolvió desde atrás. Sin embargo, entre todo ese caos, Karina sintió algo más. Un aroma cortante, casi gélido, que le resultaba tan extraño como familiar.
La nube de humo la obligó a cerrar los ojos. A duras penas, entreabrió los párpados, queriendo ver el rostro de quien la estaba salvando.
A través de la máscara de protección, solo alcanzó a distinguir unos ojos oscuros, profundos, insondables.
De reojo, alcanzó a ver cómo Valentín ya había salido con Fátima en brazos, colocándola en una zona segura. Apretaba a Fátima contra su pecho, como si temiera perderla de nuevo, con una angustia y un alivio en el rostro que Karina jamás le había visto.
Karina cerró los ojos despacio.
Una lágrima, silenciosa, rodó por su mejilla.
No le quedaba la menor duda.
Valentín también había regresado.
Solo que esta vez, él eligió a Fátima.
En la vida pasada, por salvar a Karina, Fátima murió en el incendio. Valentín llevó la foto de Fátima consigo durante siete años, recordándola cada día, atormentándose por su pérdida. Jamás permitió que otra mujer le diera un hijo, como si su vida se hubiera detenido en ese instante.
Ahora, por fin había salvado a la mujer de su corazón, compensando el dolor de la vida anterior.
¿No estaría feliz?
Karina dejó escapar una sonrisa amarga.
Quizá así era mejor.
Si el destino les había dado otra oportunidad, tal vez solo quería que, de una vez por todas, cortaran ese lazo que solo les trajo dolor.
Era momento de dejarlo ir.
El humo la había debilitado demasiado, y las emociones la tenían exhausta. Todo se volvió negro y perdió el conocimiento.
Justo antes de sumirse en la oscuridad total, creyó escuchar la voz inquieta de Valentín, gritando no muy lejos:
Después de eso, la vida de Karina se volvió una larga noche. Solo le quedaba la supuesta devoción de Valentín, que no era más que una máscara hueca. Nadie más le mostró nunca un poco de calor.
Todos la juzgaban por no quedar embarazada, murmuraban a sus espaldas, como si eso fuera lo único que importaba. Nadie sabía cuánta angustia sufría, cuántas noches lloraba en silencio, sin tener a quién contarle sus penas.
A veces, entre sueños, sollozaba deseando que su madre la abrazara y le dijera que todo estaría bien.
Pero ahora, la vida le daba otra oportunidad.
Esta vez, no dejaría que la tragedia se repitiera.
Yolanda Sierra, su madre, le acarició la espalda con suavidad, agradecida y temblorosa:
—¿Te asustaste mucho anoche? Por suerte, Valentín reaccionó rápido y te sacó del incendio... Hija, casi me da un infarto. Si te pasa algo, ¿qué haría yo justo cuando ya te vas a casar?
Karina frunció el ceño.
Ella recordaba perfectamente que Valentín había salvado a Fátima, no a ella. Alguien más la había sacado del fuego, así que, ¿por qué darle el crédito a Valentín?
Sin embargo, no era momento de discutir. Karina apretó la mano de su madre y, con una firmeza que no le cabía en el pecho, dijo:
—Mamá, no me voy a casar con Valentín.

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