Vanina se preocupó ya que, tras mirar a su alrededor, encontró que no había nadie más.
—¿Vinieron con su familia? ¿Por qué están aquí los dos solos? Es muy peligroso que niños se sienten junto a un estanque sin supervisión de un adulto.
Su preocupación asustó a los dos lindos niños, pero aun así asintieron sin decir ni una palabra a modo de respuesta. No se sintió incómoda por eso y, de hecho, sintió una sensación de relación con ellos que le hizo desear acompañarlos un rato más. Se reía de sí misma por sentirse así; tal vez era por su gran anhelo por esos dos hijos suyos. Sonrió aún más cuando señaló el dibujo que los niños tenían en las manos.
—¿Puedo echar un vistazo a sus dibujos? Yo diría que soy bastante buena dibujando.
Los niños se miraron antes de entregárselos lentamente. Con una sonrisa de oreja a oreja, aprovechó la oportunidad y se puso al lado de los niños. Después de observar el dibujo realista de una flor, alabó con asombro:
—Este dibujo es excelente. Parece que uno va a ser un gran pintor en el futuro.
Luego, el niño regordete explicó en un tono bajo, pero muy orgulloso:
—Mi hermano puede dibujar incluso mejor que esto. Me enseñó para mejorar, así que definitivamente seré mejor.
—¿En serio? Los dos son increíbles. —Vanina les hizo una seña con el pulgar hacia arriba—. Son los niños más talentosos que he visto. Ni siquiera yo era tan buena como ustedes cuando tenía su edad.
No estaba exagerando. Debido a su talento para las artes, no había muchas personas que sean dignas de sus elogios. Además, había querido que sus propios hijos tuvieran interés en heredar su legado; sin embargo, ninguno de los tres que vivían con ella mostraron interés en el arte. Su cariño por esos dos encantadores niños incrementó cuando se dio cuenta de que tenían un don para el dibujo.
Como era la primera vez que los niños recibían un elogio tan sincero, el mayor se sonrojó y, al instante, agachó la cabeza, ya que le daba vergüenza mirarla a los ojos, los cuales reflejaban su admiración.
«Qué niño tan tímido». Luego se sentó con ellos sobre la piedra antes de agarrar el lápiz para empezar a dibujar.
En algún lugar de la suite presidencial del Hotel Internacional Portillo, como si fuera el mismísimo rey del infierno, Haroldo, quien tenía un rostro escalofriante, estaba sentado en el sofá; en la habitación había mucha tensión. Por la ansiedad, Laureano estaba fuera de sí mientras miraba fijo hacia la puerta. «¿A dónde se habrán ido los dos pequeños? Esos niños son los predilectos de la familia Luján. El amo y la señora siempre los han tratado como si fueran tan frágiles que la más mínima fuerza los quebraría. Si algo les sucediera... las consecuencias serían catastróficas».
Mientras todos estaban preocupados, uno de los guardaespaldas irrumpió en la habitación.
—Presidente Luján, l-los encontramos.
Haroldo se levantó de inmediato.
—¡Llévame con ellos!
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