Antes de morir, el alfa peligroso encontró a su mate pelirroja romance Prólogo.

Los licántropos son inmortales, pero con una condición: deben marcar a su pareja antes de cumplir 300 años. De lo contrario, la muerte los alcanza.

Su lobo interior comienza a debilitarse por la ausencia de su compañera, y la soledad termina por consumirlos.

Para el alfa supremo, el más fuerte entre los lobos, la resistencia es mayor, pero incluso ellos tienen un límite. Ninguno ha logrado vivir más allá de los 600 años.

Derek Laurent, alfa supremo del norte, está a solo 60 días de cumplir seis siglos. La necesidad de encontrar a su luna no es solo una urgencia emocional… es cuestión de vida o muerte.

Pero encontrarla no resuelve el problema. Si quiere evitar ese cruel destino, debe completar el vínculo sagrado mediante la marca que los une. Y no es tan sencillo como se supone, debido a que la luna debe aceptarlo.

Sin embargo, el problema de Derek no es únicamente la muerte, sino lo que pasaría después de su fallecimiento, ya que es el último de su linaje.

Aunque el padre de Derek aún vive, ya no posee el poder para gobernar a los lobos. Debido a que el día en que Derek tuvo su primera transformación, la marca suprema, aquella que, a ojos humanos, parece un simple tatuaje grabado en el dorso de la mano izquierda, pasó a él mágicamente.

El poder lo eligió, como ha hecho siempre con el primogénito.

Desde entonces, su padre pasó a ser consejero, un observador, y un guía al margen del trono.

Esa marca representa mucho más que poder. Es una llama viva, que a su vez es un llamado silencioso que toda criatura siente en los huesos cuando Derek se acerca.

No necesita alzar la voz. Su sola presencia impone.

Pero ahora… ese poder podría apagarse para siempre.

Si Derek muere sin descendencia, sin alguien que herede el legado supremo, el trono quedará vacío. Y sin un rey, las manadas perderán el control y se convertirán en bestias sin rumbo y sin ley.

Frente al altar ancestral, rodeado de runas que brillaban con una luz tibia, Derek permanecía de pie, con el rostro inexpresivo y las manos en los bolsillos del abrigo.

A su lado, Lioran, su beta, guardaba silencio, sin saber qué decir o hacer para consolar a su rey y amigo.

Dentro de Derek, Yeho, el orgulloso lobo interior, bramaba con temor, pero no temía a la muerte.

Temía no haber vivido. No haber amado. No haber sentido nunca ese fuego que todos los supremos describen al tocar a su compañera por primera vez.

#Quiero vivir#, rugió Yeho por centésima vez.

#Yo también, compañero… pero no solo vivir por vivir. Quiero encontrar a nuestra luna. Saber lo que es pertenecer. Vibrar con otro corazón. Amar, arder, reír… Pero el tiempo se nos va como arena entre los dedos#, respondió Derek, con un dolor que se le enredaba en la garganta.

—Derek… hijo mío.

La voz grave de su padre lo sacó de su tormenta interna.

Derek se giró lentamente, sin perder la compostura, aunque los hombros le pesaban.

—Padre… —musitó, sin energía—. No es común verte en este lugar.

El viejo rey forzó una sonrisa, pero Derek captó el nerviosismo bajo su máscara.

—Espero que no hayas venido con otra idea absurda de meter a una loba fértil en mi cama —advirtió con cansancio.

—No —respondió su padre con una calma inquietante—. Esta vez no. Lo que vengo a proponerte… es nuestra única salida. Hagamos un hechizo antiguo y prohibido.

Derek lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Qué estás diciendo?

—Que realicemos un ritual. Para transferirme de nuevo el mandato supremo.

Prólogo. 1

Prólogo. 2

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