En el elevador, las voces chismosas se colaban entre las paredes, cada quien lanzando una frase, sin preocuparse por quién escuchaba. Beatriz, con el semblante sereno, observaba cómo los números iban ascendiendo poco a poco.
Cuando el elevador se detuvo en el piso doce, la mayoría salió entre murmullos y risitas.
Ella, sin prisa, siguió su camino hasta el dieciséis.
El salón de reuniones era amplio, casi intimidante. Lucas y Regina ocupaban los asientos principales, imponentes y seguros de sí mismos. Frente a ellos, los otros nueve accionistas se repartían a lo largo de la mesa, mostrando en sus rostros una mezcla de curiosidad y ansiedad. Todos sabían que hoy se sumaría alguien nuevo a la junta.
En estos años, Lucas había sabido rodearse de aliados; de los nueve presentes, por lo menos la mitad eran de su círculo.
—¿No que la reunión era a las nueve? Ya casi es la hora y ni sus luces —comentó uno, revisando su reloj con impaciencia.
—Esa muchacha no es de fiar, si ni puede caminar bien debería quedarse en su casa. ¿Acaso no puede conectarse por videollamada? —añadió otro, con voz despectiva.
Uno de los presentes fulminó con la mirada al que acababa de hablar.
—Todavía faltan tres minutos, ¿no?
—Pero aquí todos llegamos al menos cinco minutos antes. ¿Está bien hacer esperar a tanta gente mayor sólo por ella?
Simón lanzó la pregunta en voz baja, pero lo suficiente para que todos lo escucharan.
El ambiente empezó a tensarse. Lucas, que no perdía detalle, miró con fingida indiferencia su reloj.
—Son las ocho con cincuenta y seis. Empezamos a las nueve en punto.
—Así no desperdiciamos el tiempo de los señores accionistas.
Su postura era inflexible, como si fuera el ejemplo de la justicia.
El silencio invadió la sala de inmediato.
A las ocho con cincuenta y ocho, algunos ya mostraban señales de fastidio, llevando el vaso de agua a los labios y lanzando miradas de impaciencia.
Justo cuando uno de ellos dejó el vaso sobre la mesa, la puerta del salón se abrió de golpe.
Beatriz apareció en el umbral, vestida con un traje negro impecable. Sus ojos, serios y calculadores, recorrieron a cada uno de los presentes, deteniéndose al final en Lucas.
—¿Llegué tarde, tío? —preguntó en voz tranquila, sin levantar la voz ni perder la compostura.
—No, llegaste a tiempo —contestó Lucas, sin sorpresa. Siempre supo que su sobrina era atractiva, así que su presencia no lo descolocó como al resto.
Beatriz avanzó con paso firme hasta el único lugar vacío.
Uno de los accionistas no tardó en lanzar una mirada a sus piernas.
—¿Ya se te curó la pierna, Bea?



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Los comentarios de los lectores sobre la novela: Ayer me despreciaste por coja, hoy me deseas por reina