—La señora hoy anda de muy buen humor.
En la mansión de los Zamudio, Isabel sostenía unas tijeras mientras podaba las plantas del jardín, tarareando una melodía pegajosa.
Emma se acercó con un plato de postre justo cuando Isabel terminaba de darle forma a un pino.
—¿Tú cómo ves? ¿Me quedó bien este arbolito?
—Señora, la verdad yo de estas cosas no sé nada.
Isabel le sonrió y recogió el postre que Emma le ofrecía.
—¿Quieres saber qué es lo que más me gusta de ti?
—¿Qué será? —Emma la miró con curiosidad.
—Que si no sabes, no finges. Cuando uno es maestro, lo peor es que los alumnos se hagan los que saben y terminen confundidos —comentó Isabel, divertida.
—¡Pero si usted ya está retirada y todavía se preocupa por sus alumnos! —le respondió Emma entre risas.
Isabel había enseñado toda su vida en la Facultad de Música de la Universidad de Solsepia. Aunque la universidad le había propuesto volver, después de tantos años de trabajo, y con la posición acomodada de la familia Zamudio, Isabel no tenía intención de regresar. Ahora disfrutaba plenamente de su tiempo en casa.
—Son costumbres de toda la vida —dijo Isabel encogiéndose de hombros—. Hace unos días, la hija de los Salazar vino a buscarme porque quiere que la prepare para el examen de ingreso universitario. Le dije que lo iba a pensar. Si no tengo nada que hacer en estos días, quizás acepte.
—Mientras usted esté contenta, está perfecto.
Tan buen humor traía Isabel, que hasta la abuelita de la familia lo notó.
—¿Tienes algo que celebrar? —le preguntó la anciana con ojos pícaros.
Isabel hizo un gesto para que se retiraran las demás empleadas y sonrió.
—Orlando me avisó que lo del terreno para la planta de energía ya va por buen camino. Por eso ando tan animada.
—Mira que a tu edad, todavía te emocionas como una muchachita cada vez que tu esposo tiene buenas noticias —dijo la abuelita, entre bromas y en tono cariñoso.
—Es que en esta familia todos son un amor —Isabel sabía cómo levantarle el ánimo a la anciana.
La abuelita la miró con cierta nostalgia y suspiró profundamente.
—Si algún día llegas a tener la mitad de mi temple, nada moverá a esta familia.
¿Estaba tratando de darle una lección?
La sonrisa de Isabel se desvaneció un poco.
—¿Todavía está pensando en Beatriz?
—¿Cómo no voy a pensar en ella? —respondió la anciana sin rodeos—. En Solsepia no hay otra joven tan lista y con tanto carácter.

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