Cuando Micaela estaba a punto de colgar, la voz apurada de Enzo la detuvo.
—Señorita Micaela, le encargo mucho al señor Gaspar, ¿sí? Mi papá también acaba de ser internado y no puedo irme de aquí.
Micaela se quedó un segundo en silencio y respondió:
—Está bien.
Abrió la puerta y notó que en la sala solo estaba encendida una lámpara tenue. Gaspar yacía en el sofá, aparentemente dormido, pero al acercarse, Micaela notó que su respiración era agitada y su ceño estaba fruncido, como si su sueño fuera cualquier cosa menos tranquilo.
Acercó la mano a su frente y, tal como sospechaba, ardía como si tuviera fuego. La fiebre había vuelto.
Sin perder tiempo, fue al baño, humedeció una toalla con agua fría y volvió para ponérsela en la frente. Mientras revisaba las medicinas sobre la mesa, una voz ronca y incrédula se escuchó tras ella.
—¿Micaela?
—¿A qué hora tomaste tu último medicamento? —preguntó Micaela, volteando a clavarle una mirada distante.
Gaspar intentó recordar, frunciendo el ceño.
—Creo que fue como a las cuatro...
Micaela lo imaginó. Seguramente no se había tomado los medicamentos a tiempo y por eso la fiebre regresó. Se levantó, le sirvió un vaso de agua y puso las pastillas sobre la mesa. Se dirigió a él con firmeza:
—Toma el medicamento.
Gaspar se quedó unos segundos pasmado.
—Te lo repito: levántate y tómate las pastillas.
Él se incorporó lentamente, tomó el vaso y, obedeciendo, se tragó las pastillas con unos cuantos sorbos de agua. Sin embargo, durante todo ese tiempo, su mirada no se despegó de Micaela. Había un brillo frágil y complicado en sus ojos, como si temiera que, en cuanto terminara de seguir las indicaciones, ella se marcharía sin decir nada más.
Tras tomarse el medicamento, Gaspar no volvió a recostarse. Permaneció sentado, apoyando la espalda en el sofá, y alzó la vista hacia Micaela.
—Pensé que ya nunca volverías a hablarme.
Micaela le pasó el termómetro.
—Revísate la temperatura.
—Entiendo —murmuró él, resignado, con voz cansada.
Ella apartó la mirada y fue a sentarse en el sillón individual más alejado, sacó su celular y se puso a revisar correos. El silencio que reinó en la sala era tan denso que solo se escuchaba la respiración entrecortada de Gaspar.
Gaspar cerró los ojos. En su mente resonaban las últimas palabras de su suegro, Kevin Arias:
“Gaspar, te dejo la última esperanza. Tienes que lograrlo, pero recuerda, nunca le digas a Mica, ni una sola palabra.”
“Esa niña es igual que yo, demasiado terca. No quiero que lleve esa carga tan pesada. Necesita una vida más ligera. Lo de la investigación, contigo me basta.”
“Prométeme, Gaspar, que ella nunca lo sabrá. Que no acabará como yo…”
“Papá, se lo prometo.”
Ese fue el último deseo de aquel hombre moribundo.
Los recuerdos lo inundaron de golpe. Gaspar abrió los ojos, miró hacia el sillón donde estaba Micaela y forzó una sonrisa amarga.

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