Jacobo abrió la puerta del carro y se subió. Samanta de inmediato comenzó a golpear la puerta.
—Jacobo, ¡déjame terminar lo que estoy diciendo! Si no, ni sueñes con irte—
Justo cuando Jacobo encendió el carro y estaba a punto de dar la vuelta, un grito desgarrador lo hizo frenar en seco.
—¡Ah!—
Clavó el pie en el freno. Aunque no había visto si el carro había golpeado a Samanta, no tuvo opción más que bajarse para revisar.
Tal como temía, vio a Samanta sentada en el piso, sujetándose el abdomen con una mano.
Un par de meseros salieron corriendo del restaurante, confundidos.
—Señorita, ¿está bien? ¡¿Le pasó algo?!—
Jacobo la miró, con el ceño fruncido por la preocupación.
—¿Te duele? ¿Estás bien?—
Samanta alzó la vista, los ojos llenos de lágrimas por el dolor.
—Estoy bien, no te preocupes por mí.—
Una de las meseras se acercó y le dirigió a Jacobo una mirada indecisa.
—Señor, parece que se lastimó. ¿Quiere llevarla al hospital? Debería revisarse.—
Jacobo abrió la puerta trasera del carro y le dijo a Samanta:
—Súbete. Te llevo al hospital.—
Samanta apretó los labios con fuerza. Con ayuda de una de las meseras, logró ponerse de pie y se acomodó con dificultad en el asiento trasero.
Jacobo volvió al volante y buscó el hospital más cercano en el GPS.
—Jacobo, perdón...—susurró Samanta con voz apenas audible.
Él no había visto si la golpeó o no, pero prefirió no discutir.
—Vamos a que te revisen, luego hablamos.—
Samanta se quedó callada. Solo fijó la mirada en el retrovisor, donde veía el perfil serio de Jacobo. Un recuerdo le cruzó la mente, nítido como una fotografía: la primera vez que lo vio.
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