A las cinco de la tarde.
Micaela fue a su casa para darse un baño. Anselmo, preocupado de que su hija se inquietara por haber estado separada de ella durante dos días, la animó a que fuera a verla, asegurándole que la señora Villegas se quedaría con él.
Justo cuando terminaba de secarse el cabello, escuchó desde abajo la voz alegre y vivaz de su hija.
—¡Papá, mira los zapatos de mamá! ¡Mamá ya regresó!
Sofía se acercó sonriendo.
—Así es, tu mamá ya está en casa. Está arriba, dándose un baño.
Gaspar entró y dejó la mochila de la niña en el sofá. Le acarició el cabello a su hija.
—Papá ya se tiene que ir.
—Bueno, ¡pero mañana tienes que venir a tiempo para llevarme a la escuela, eh!
—Papá llegará puntual, te lo prometo —aseguró Gaspar, revolviéndole el cabello a su hija.
Justo cuando se disponía a irse, escuchó pasos en la escalera del segundo piso. Levantó la vista por instinto y vio a Micaela bajando con el cabello semihúmedo.
Recién salida del baño, vestida con ropa cómoda y elegante de casa y con el pelo suelto, parecía una flor de loto emergiendo del agua, fresca y encantadora.
Gaspar se quedó inmóvil por un momento.
—Ya me voy —dijo con la boca seca.
Micaela bajó las escaleras y su mirada se posó en su cabello canoso. Dudó un instante, como si quisiera decir algo, pero al final solo susurró:
—Gracias por cuidar de Pilar.
—Es mi deber —respondió Gaspar, bajando la vista—. Me retiro.
De repente, Pilar se puso sentimental y se aferró a su pierna.
—Papá, no te vayas. Quédate a cenar con nosotras, ¿por favor?
El cuerpo de Gaspar se tensó y, sin poder evitarlo, miró a Micaela.
Ella asintió y tomó la iniciativa.
—Quédate a cenar.
Gaspar notó el cambio en la actitud de Micaela hacia él. Seguramente se debía a que anoche había salvado a Anselmo, su futuro esposo.

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