Lara Báez regresó al carro con la mente todavía en blanco. El valor que había tenido para llamar a Gaspar Ruiz «cuñado» en su cara se había transformado ahora en una vergüenza que no la dejaba ni respirar.
La mirada helada de Gaspar seguía grabada en su mente, como una maldición de la que no podía escapar, y su bochorno no hacía más que crecer.
¿Cómo era que Samanta Guzmán mantenía su relación con él? Si Gaspar le había dado todas las acciones que el Grupo Ruiz tenía del Grupo Báez, ¿no era eso una prueba de que la amaba?
Además, tres mil millones no eran nada para un hombre como él.
Ahora, Lara por fin lo entendía: la relación entre Gaspar y Samanta se había acabado. Y eso significaba que el sueño de Samanta de ser la señora Ruiz se había hecho humo.
Aun así, esa idea fue como un bálsamo para ella, dándole un extraño alivio.
Cuando se enteró de la relación entre Gaspar y Samanta, sintió una envidia que casi no la dejaba vivir. No podía soportar la idea de que una hija ilegítima se casara con alguien mucho mejor que ella.
Hacía apenas unos momentos, Gaspar había reaccionado con un asco evidente cuando lo llamó cuñado. Era obvio que Samanta ya no significaba nada para él, y que podía olvidarse por completo de ser la señora Ruiz.
Ahora que el Grupo Báez estaba en la quiebra y ella se había quedado sin nada, Samanta tampoco estaba mucho mejor. Una retorcida satisfacción comenzó a apoderarse de Lara.
***
—En el laboratorio.
Micaela Arias y Jeremías estaban frente a una mesa de trabajo estéril, con Tadeo observando a un lado. Con una expresión de total concentración, Micaela realizaba una calibración del sistema. El aire olía a desinfectante, y la tensión se sentía en el ambiente.
—Doctora Arias, todos los parámetros han sido calibrados. Estamos listos —dijo Jeremías, ajustándose los lentes con un tono riguroso. Aunque rondaba los cuarenta años, su respeto por Micaela era absoluto.


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