Miró a esa joven que se le parecía en un ochenta por ciento, y cuanto más la observaba, más satisfecho y emocionado se sentía.
Sentía que su vida, al final de todo, había valido la pena.
—Bien, bien, ¡muy bien! ¡La hija de Leandro Serrano es tan brillante, tan increíble! —exclamaba, eufórico e incoherente, mientras intentaba tomar la mano de su hija. Esta vez, Olivia no la retiró.
—Olivia, ¿qué quieres? Papá te lo dará todo. De ahora en adelante, todo lo mío es tuyo —dijo Leandro, ansioso por expresar su amor paternal.
—¿Qué carrera estudiaste? ¿Qué te interesa? Papá invertirá en ti, te abrirá una empresa o te apoyará para que sigas estudiando. Puedo enviarte a las mejores escuelas del mundo, tienes todo mi apoyo.
En ese instante, en el corazón de Leandro, ni Samanta ni ninguna otra mujer importaban. Solo esta hija brillante que había aparecido de la nada era el mejor regalo que el cielo le podía haber dado, su consuelo y orgullo para la vejez.
Olivia miró a su padre. Al final, eran de la misma sangre. El llamado de la sangre finalmente la hizo ceder, y su expresión se suavizó. Le dijo a Leandro:
—¿Puedes casarte con mi mamá?
Leandro se quedó perplejo. Luego, miró a su antigua asistente. Veintiséis años habían pasado, y el remordimiento por el pasado y el reconocimiento del esfuerzo que había hecho para criar a su hija finalmente despertaron su conciencia. Asintió.
—Está bien, papá les dará un hogar.
A su lado, Luciana, también conmovida, se secó las lágrimas discretamente con los ojos enrojecidos. Tenía sus propios motivos: quería asegurar el futuro de su hija, y para eso, debía casarse con Leandro.
De esa manera, su hija podría heredar legalmente su fortuna, asegurando así su porvenir.
***
En el carro negro, Samanta iba sentada en el asiento trasero, con la mente en blanco desde hacía un rato. No podía dejar de pensar en la mirada de Leandro hacia su hija, esa mirada de quien contempla un tesoro. Era evidente que su relación con él había terminado para siempre.


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