Micaela parecía no darle importancia a lo que Adriana decía. Se rio de sí misma y murmuró:
—Si pudiera empezar mi vida de nuevo, jamás volvería a cometer semejante tontería.
Adriana soltó una carcajada con desdén, lista para replicar, pero de pronto, alzó la vista y notó una figura alta y elegante acercándose por el final del pasillo. Sus ojos brillaron al instante.
—¡Hermano!
Micaela se tensó al escuchar eso, aunque no se dio la vuelta.
Gaspar caminó despacio hasta ellas, deteniendo la mirada en la espalda de Micaela por un breve segundo antes de fijarse en Adriana.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó con voz seca.
—Hermano, solo vine a preguntarle por qué razón se quedó con tus ocho empresas —reviró Adriana, indignada.
Gaspar arrugó el entrecejo, su tono aún más distante:
—Eso es asunto entre ella y yo. No tienes por qué meterte.
Adriana se quedó pasmada, sin esperar esa respuesta de su hermano.
—Pero...
—Regresa a casa —la interrumpió Gaspar, sin dejar espacio a protestas.
Adriana apretó los labios, miró a Micaela con rabia y al final, de mala gana, se dio la vuelta y se marchó.
El pasillo quedó en silencio.
Micaela giró despacio para mirar a Gaspar, su mirada tan cortante como una cuchilla:
—Señor Gaspar, le agradecería que su familia no vuelva a meterse en mi vida.
Ese trato tan distante y formal hizo que los ojos de Gaspar se ensombrecieran.
Levantó la mirada hacia ella, encontrando en sus ojos solo indiferencia; ya no quedaba ni rastro de la ternura o el cariño de antes. Era como si mirara a un desconocido.
Gaspar guardó silencio unos segundos antes de decir:
—No tienes que tomar en cuenta lo que dice Adriana.
Micaela se encogió de hombros con una sonrisa amarga.
—En el fondo tiene razón. Perdí seis años de mi vida apostando por ti.
—¿De verdad tienes que decir esas cosas? —replicó Gaspar, su voz se volvió aún más áspera.
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