Gaspar se dio la vuelta y fue por el botiquín.
Micaela, con una servilleta en la mano, intentaba detener el sangrado. Gaspar se acercó con el botiquín, se agachó frente a ella y tomó una gasa para ayudarla.
Cuando la mano grande de Gaspar fue a sujetarle la muñeca, Micaela se hizo a un lado por instinto.
—Yo puedo sola —le dijo, sin mirarlo.
—Deja que Gaspar te ayude —intervino la abuelita con tono firme.
Micaela se puso de pie.
—Abuelita, solo voy a lavarme la herida.
—Que Gaspar te acompañe —soltó Florencia, preocupada.
—No es una niña —reviró Gaspar con un tono seco, y se fue de ahí sin más.
Florencia, al borde de explotar, casi agarró el ramo de flores de al lado para lanzárselo.
—¿Que no es una niña? ¡Es tu esposa, caray! ¿Tan difícil es que la cuides un poco, mocoso ingrato?
Gaspar, con una mano en el bolsillo, murmuró desde la puerta:
—Se lo buscó sola.
La abuelita, que ya no escuchaba bien, preguntó:
—¿Qué dijiste, Gaspar?
—Nada, abuelita, solo es un rasguño —dijo Micaela con una sonrisa, restándole importancia. Se fue al lavabo, limpió la herida bajo el agua, se desinfectó y se puso un poco de algodón para detener el sangrado.
Después, Micaela le entregó el botiquín a una de las empleadas. Al volver a la sala, notó que Gaspar ya no estaba, así que pudo sentarse a gusto. Revisó su celular y vio una llamada perdida de un número desconocido, pero no le prestó atención.
En ese momento, se oyó el ruido de un carro afuera. Micaela miró por la ventana y vio a Adriana entrando, cargando varias bolsas de compras y con cara de buen humor.
Adriana echó un vistazo rápido hacia Micaela, que la saludó:
—Hola, Adriana.
Adriana, como si no hubiera escuchado, subió directo a su cuarto sin decir nada.
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