Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 427

Gaspar no podía dejar de pensar en el lugar donde Micaela y Anselmo habían desaparecido juntos hacía unos minutos, justo en la esquina. Esa escena no se le iba de la cabeza. Era imposible no sospechar algo...

Gaspar miró con atención la marca rojiza en el cuello de Micaela; su mirada se oscureció y, sin darse cuenta, apretó con más fuerza la mano de su hija.

—Papá, ¿por qué aprietas tanto? —se quejó Pilar con el ceño fruncido, haciendo pucheros; su manita ya le dolía por el apretón de Gaspar.

Gaspar de inmediato aflojó el agarre, respiró hondo para contener las emociones que lo agitaban, se agachó y miró a su hija a los ojos.

—Pilar, acabo de acordarme que tengo trabajo pendiente. ¿Te parece si dejas que mamá te acompañe un rato?

—¿Entonces mañana sí vas a venir a jugar conmigo? —preguntó Pilar, con una chispa de decepción en su voz.

Gaspar le tocó la nariz con ternura.

—Claro que sí, mi vida. Mañana vengo, promesa.

Pilar, por fin, asintió con alegría.

—Bueno, entonces vete rápido.

Gaspar se puso de pie, le echó una mirada a Micaela y, al darse la vuelta, caminó con pasos más rápidos que de costumbre.

Él sabía perfectamente quién había dejado esa marca en el cuello de Micaela. También comprendía por qué la había dejado justo ahí, tan visible. Cualquier hombre entendería: era una forma de marcar territorio, de dejar claro que tenía dueño.

Por un momento pensó en preguntarle a Micaela, pero su sentido común le recordó que ya no tenía derecho a hacerlo.

En ese instante, Leónidas se acercó a él a paso veloz.

—Señor Gaspar, la reunión de esta noche está por empezar.

Gaspar lo miró y preguntó:

—¿Tienes cigarrillos?

—Sí, aquí tengo —contestó Leónidas, sacando un paquete y un encendedor de su chaqueta.

Gaspar encendió uno, dio un par de caladas. Aunque la luz era escasa, Leónidas notó de inmediato que el humor de su jefe no era el mejor. No pudo evitar preguntar:

—Señor Gaspar, si quiere podemos dejar la reunión para mañana.

—Vamos ahora —respondió Gaspar, exhalando una densa nube de humo. Antes de irse, miró una vez más hacia la pequeña villa. Luego se fue, acompañado por Leónidas.

...

En la sala de la villa, Micaela aplicaba repelente de mosquitos a su hija. Al ver la picadura en su propio cuello, también se puso un poco de repelente por si acaso.

—¡Vamos, Pilar! ¿Buscamos luciérnagas? —propuso Micaela, tomando de la mano a la niña.

Madre e hija salieron a buscar luciérnagas por los jardines alrededor de la villa. Pilar, con sus ojos atentos, las vio primero.

—¡Mira, mamá! ¡Allí hay un montón!

Micaela siguió la dirección de la niña y, en efecto, pequeños destellos bailaban entre los arbustos. Caminaron juntas y, entre risas y carreras suaves, atraparon varias luciérnagas en un frasco de vidrio.

El cielo lucía una vía láctea resplandeciente, y el césped era escenario de una paz única para la madre y su hija.

...

Mientras tanto, en la sala de reuniones del centro de investigación, Gaspar escuchaba un informe técnico con el ceño fruncido, tamborileando los dedos en la mesa.

—Señor Gaspar —preguntó el jefe de tecnología—, ¿tiene alguna observación sobre este plan?

Gaspar volvió en sí.

—Vuélvanlo a hacer. Ese algoritmo es muy lento.

La tensión en la sala se podía cortar con un cuchillo. Nadie se atrevía a hablar. Todos notaron que, desde que Gaspar entró, el ambiente se volvió denso; la presión era tal que varios empezaron a sudar frío. Nadie entendía por qué el jefe estaba tan irritable esa noche.

Al terminar la reunión, Gaspar regresó a su habitación. Su celular sonó. Respondió de inmediato.

—¿Bueno?

—Señor Gaspar, la señorita Samanta tiene fiebre. Acabo de llevarla al hospital —informó Enzo del otro lado de la línea.

Gaspar entrecerró los ojos.

—¿Cuánto tiene?

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