El aire acondicionado en el hospital estaba a todo lo que daba, así que dormir sólo con la bata blanca no era suficiente; Micaela terminó acurrucada por el frío. Gaspar, al verla así, tomó su saco y lo colocó con cuidado sobre sus hombros.
Dio una última mirada a la mesa, donde había reportes de pacientes regados y una taza de café ya fría. La pantalla de la computadora seguía encendida, mostrando los datos vitales en tiempo real de los pacientes.
Gaspar entrecerró los ojos, tomó los reportes y, de paso, agarró la media taza de café. Se sentó en el sofá pegado a la pared.
El suave sonido de las hojas al pasar y el leve ruido al tragar café rompían el silencio del cuarto.
Micaela dormía profundamente. Aunque siempre soñaba, esta vez no hubo sueños, pero su cuerpo empezó a avisarle que era hora de despertar.
Se frotó los ojos y apoyó la frente en una mano, todavía medio dormida. Justo cuando cerraba los ojos un momento más, una voz grave la sorprendió.
—¿Ya despertaste?
La voz venía del sofá a su izquierda. Micaela abrió los ojos de golpe y giró la cabeza, topándose de lleno con la mirada intensa de Gaspar.
—¿Qué haces aquí?
Despertó de golpe, se levantó casi por reflejo y el saco que tenía sobre los hombros cayó al suelo.
Micaela bajó la vista, notó el saco caro y lo levantó con disgusto, lanzándoselo a Gaspar.
—Llévate tus cosas.
Gaspar frunció el ceño. Últimamente, Micaela andaba con la manía de aventar todo.
Dejó los reportes en el escritorio y se preparó para irse.
—Cuídate, no te desveles tanto. Yo me encargo de Pilar —dijo Gaspar con voz baja.
Micaela se fijó en la taza en su mano. Era justo la que ella había dejado a la mitad.
Su expresión se tensó.
—No vuelvas a agarrar mis cosas.
Gaspar se quedó un poco sorprendido. Al ver que se refería al café, su gesto se endureció.
—Te invito uno la próxima vez.
A Micaela le ardió la sangre.
—¿De verdad piensas que es gracioso? Tomas mis cosas como si nada y luego te haces el preocupado. Mejor ahórrate tu actitud falsa, ni siquiera tienes derecho a preocuparte por mí.
Gaspar la miró en silencio, tragó saliva, pero no dijo nada más. Eso sí, el café sí se lo llevó.
La puerta se cerró tras él. Micaela, de pie frente al escritorio, apretó los dientes.
—¡Maldito!
Susurró la maldición y, tras unos segundos, respiró hondo. Se dio un par de palmadas en la cara: todavía tenía mucho que hacer, no podía perder el tiempo en tonterías.
...
Cuando Micaela volvió de hacer su ronda, encontró una bolsa con café sobre el escritorio, claramente recién traída de la cafetería.
Sabía que Gaspar había mandado a alguien a dejarla. Su primera reacción fue tomar la bolsa y tirarla directo a la basura.
Pero luego recordó que estaría ahí hasta las diez de la noche y sí le hacía falta algo para mantenerse despierta.
Apretó los dedos, dudó unos segundos y, al final, sacó el café de la bolsa y le dio un sorbo. Después, volvió a centrarse en la pantalla de la computadora.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Divorciada: Su Revolución Científica