Micaela arrugó el entrecejo y, con el semblante distante, pasó de largo junto a él.
—Parece que debería felicitarte —aventó Gaspar, alzando ligeramente una ceja. Sus ojos oscuros reflejaban una indiferencia helada.
Micaela entendió de inmediato a qué se refería. ¿Acaso él pensaba que ella y Anselmo ya tenían todo resuelto?
No tenía intención de prestarle atención, así que sacó su llave y entró a su habitación. Cuando estaba a punto de cerrar, un brazo cruzó el marco, deteniendo la puerta. Gaspar empujó y entró, cerrando tras de sí con un movimiento largo y decidido.
—Gaspar, fuera de aquí —ordenó Micaela, dando un paso atrás con la mirada afilada y en guardia.
—Solo quiero decirte un par de cosas. No te voy a molestar —comentó Gaspar, entrecerrando los ojos—. Yo creo que cuando uno piensa en volver a casarse, debería platicarlo primero con su hija. Así se evitan heridas innecesarias.
Micaela se acomodó un mechón de pelo en la frente y retrocedió dos pasos, midiendo la distancia por seguridad.
—No necesito que me vengas a recordar eso —replicó acercándose a la puerta para echarlo.
Pero Gaspar extendió el brazo de golpe, deteniendo su mano en el picaporte.
—No he terminado de hablar —soltó.
La mano grande y seca cubría la suya. Micaela, casi como si quemara, retiró la mano al instante.
—Lo que digas me da igual, no tengo por qué escucharte.
—Eso ya depende de ti —contestó él, con la voz rasposa—. Anselmo es un buen tipo, pero no es para ti.
Micaela giró el rostro. No quería oír más.
—No estoy diciendo que no seas suficiente para él. Con lo que has logrado, la familia Villegas ya te aceptaría sin problemas —siguió Gaspar—. Si decides casarte con los Villegas, solo te pido una cosa: deja que Pilar viva conmigo. La custodia sigue siendo tuya, pero quiero que esté conmigo.
La expresión de Micaela cambió al instante. Giró indignada.
—¿Que viva contigo? ¿Acaso Samanta no puede tener hijos o qué? ¿Por qué mi hija tendría que vivir con ustedes?
En los ojos de Gaspar se arremolinaban emociones extrañas. Habló con voz ronca.
—Te juro que nunca me volveré a casar. ¿Tú puedes hacer lo mismo?
Micaela se quedó sin aire y se burló.
—Si te casas o no, a mí qué. No uses eso de pretexto para querer quitarme a Pilar.
La mirada de Gaspar se volvió aún más oscura.
—No quiero que Pilar salga lastimada, ni siquiera por accidente.
Eso la sorprendió. El amor de ella por su hija no era menor que el suyo. Trató de calmarse.
—Pilar es mi hija. Yo sé cómo manejarlo todo.
Esa frase hizo que Gaspar se detuviera un segundo. ¿Eso era un sí? ¿Micaela realmente pensaba casarse con los Villegas? ¿Ya estaba preparando a Pilar mentalmente?
Guardó silencio un momento, luego volvió a hablar, sereno.
—Está bien. El acuerdo de no casarte en cinco años sigue en pie. Pero si te llegas a casar, no tendré problema en pelear la custodia de nuestra hija.
Micaela sentía el pecho a punto de estallar. Las palabras de Gaspar la habían herido. Gritó:
—¡Gaspar, ni sueñes con quitarme a Pilar! No pienso usarla como moneda de cambio.
Gaspar bajó la mirada, sus ojos brillando.
—Puedes odiarme todo lo que quieras, pero créeme en algo: nadie en este mundo quiere más que yo que Pilar sea feliz y crezca sana.



Verifica el captcha para leer el contenido
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Divorciada: Su Revolución Científica