Apenas Adriana terminó de hablar, el gesto de Florencia se volvió sombrío al instante.
—Adriana, mejor termina tu comida. Recuerda que Pilar está aquí.
Adriana levantó la cabeza y miró a su pequeña sobrina, quien también la observaba desde el otro lado de la mesa. Bajó la mirada a su plato con cierto fastidio, pero aun así no podía ocultar la inconformidad en su rostro. Aunque no se había dado cuenta de que la niña estaba presente, sentía que no tenía sentido tanto tabú. Micaela llevaba dos años divorciada de su hermano mayor, pero ese tema seguía siendo intocable en esa casa, y eso la molestaba. No entendía por qué el divorcio de su hermano era un asunto vergonzoso que nadie podía mencionar.
La abuelita lo prohibía, su mamá también y, cuando su hermano escuchaba algo al respecto, se ponía serio como si hubieran tocado un tema prohibido.
Micaela, mientras tanto, sirvió un poco de comida en el plato de su hija y le habló a Florencia con suavidad.
—Abuelita, mejor vamos a comer.
Florencia tragó saliva, reprimiendo el enojo que sentía. Por suerte, al ver que Micaela no se mostraba afectada por el comentario, se tranquilizó un poco. Aunque, en el fondo, eso solo confirmaba una cosa: a Micaela ya no le importaba lo que pasara con su exesposo.
Bajo la luz cálida del comedor, la mente de Micaela permanecía ajena a los conflictos familiares. Esa noche, lo que había descubierto ocupaba mucho más espacio en sus pensamientos que la infidelidad de Gaspar con Samanta Guzmán.
De reojo, Micaela volvió a mirar a Adriana.
La luz iluminaba el brazo de Adriana justo cuando ella bajó la cabeza, dejando al descubierto un moretón pequeño, una mancha que no parecía producto de un golpe, sino más bien de un sangrado interno.
Adriana apenas comió un poco antes de dejar el tenedor a un lado. Se levantó de la mesa sin energía, con una voz apagada.
—Abuelita, ya terminé.
—¿Cómo que ya? Si hoy preparamos tu pescado favorito, el robalo al vapor —le reclamó Florencia al notar que Adriana apenas había probado bocado.
Gaspar había salido de urgencia con su madre al extranjero, seguramente porque Damaris había tenido una recaída y necesitaban ir al laboratorio Ángel para recibir tratamiento y una nueva ronda de células madre.
Micaela recordó aquel paciente del laboratorio Ángel cuya identidad nunca se había revelado. Ahora suponía que era Damaris, porque el doctor había mencionado que la paciente tenía un buen hijo, y seguramente se refería a Gaspar.
Montar un laboratorio internacional para tratar enfermedades en la sangre solo para salvar a su madre era, sin duda, digno de admiración.
En ese instante, Micaela se sintió agradecida de que Gaspar hubiera invertido en ese laboratorio, porque también era una esperanza para proteger a su propia hija de un posible riesgo hereditario.
Miró de nuevo a Adriana, quien estaba en el sillón, riéndose mientras veía videos cortos en su celular. Recordó que no solo su hija podía estar en riesgo, sino también su hermana.
Justo en ese momento, Adriana se topó en sus redes con un video publicado por el estudio de Samanta. En él, Samanta aparecía sobre la baranda de un hotel, luciendo un vestido de tirantes, con la luz del amanecer bañando su figura. Su mirada directa a la cámara, el cabello desordenado por el viento y una expresión entre satisfecha y relajada, la hacían ver irresistible y segura de sí misma.

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