Este año, la hija de Sofía y sus amigos se fueron de viaje para pasar el Año Nuevo, así que ella seguiría quedándose en casa de Micaela durante las fiestas.
En ese momento, el celular de Micaela sonó. Al mirar la pantalla, se sorprendió: era Anselmo.
Micaela dudó un instante sobre si contestar o no. Cuando el teléfono dejó de sonar, de repente se escuchó el timbre de la puerta.
El sobresalto le aceleró el corazón, y una sensación de nerviosismo la invadió.
—¡No puede ser él! —pensó, deseando con todas sus fuerzas que no fuera Anselmo.
Dejó el celular sobre el sofá, trató de calmarse y se acercó a la puerta. Miró la pantalla del videoportero y, para su desgracia, ahí estaba el rostro de Anselmo.
Micaela respiró hondo, abrió la puerta y fingió sorpresa:
—¿Anselmo? ¿Qué haces aquí?
Anselmo estaba parado afuera, usando un abrigo oscuro. Se veía impecable, aunque un poco cansado por el viaje.
La forma en que él la miraba la hizo sentir incómoda, como si hubiera sido descubierta. Sabía que Anselmo había entendido sus intenciones.
—¿Podemos platicar un momento? —preguntó Anselmo, con la voz ronca.
Viendo lo directo que era él, Micaela pensó que ya no tenía sentido seguir con formalidades o tratar de esquivarlo.
—Anselmo, vamos abajo a platicar —levantó la mirada, decidida—. Hay cosas que quiero dejar claras contigo.
Esta vez, fue Anselmo quien se quedó desconcertado. Sus pupilas se contrajeron apenas perceptiblemente, como si intuyera lo que ella iba a decir, y de pronto intentó salirse por la tangente.
—Acabo de recordar que tengo algo urgente que hacer...
Pero Micaela ya había salido del departamento y, cerrando la puerta tras de sí, lo miró fijamente.
—No te quitaré mucho tiempo. Diez minutos.
Anselmo, resignado, asintió con la cabeza.
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