Micaela levantó la cabeza y le echó una mirada fugaz.
—Si es por trabajo, dilo de una vez. Si es algo personal, estoy ocupada y no tengo tiempo para escucharte.
Las palabras de Gaspar se le atoraron en la garganta. Frunció los ojos, observando a la mujer sentada frente al escritorio. Ella ni siquiera lo miró de frente, como si lo que fuera a decirle no le interesara en lo más mínimo.
—Hace diez años firmé un acuerdo con ella. Yo le proporcioné recursos y dinero, y ella, a cambio, accedió a ser mi donante exclusiva para ciertos tratamientos...
El tecleo de Micaela se detuvo de golpe. Sin mirarlo, lo interrumpió:
—Ahora solo me interesan los datos del experimento y la evaluación de la seguridad del compuesto. Si no tienes nada de trabajo que hablar, no me hagas perder el tiempo.
Sin esperar respuesta, volvió su atención a la pantalla. Luego añadió, con tono cortante:
—Una relación con infidelidad no vale nada comparada con mi futuro.
Gaspar se quedó parado en el mismo sitio. Al final, no dijo nada más y salió de la oficina.
Justo cuando la puerta se cerró tras de él, Gaspar apoyó la mano en la pared. Su cuerpo, habitualmente imponente, se encorvó un poco. Se llevó la mano al pecho, apretando con fuerza, y dejó escapar un suspiro entrecortado.
En ese momento, una enfermera que llevaba unos expedientes dobló la esquina del pasillo. Al ver a Gaspar recargado en la pared, con una expresión de dolor, se asustó y se acercó de inmediato.
—Señor Gaspar, ¿usted está bien? ¿Quiere que le llame a un médico?
Al escucharla, Gaspar se enderezó casi al instante. Toda emoción visible en él desapareció como si nada hubiera pasado. Su mirada volvió a ser profunda y serena.
—No pasa nada —contestó con voz grave, como si el hombre que había estado allí sufriendo no fuera él.
La enfermera dudó un momento. ¿Había imaginado lo que acababa de ver?
Lo miró una vez más. La silueta de Gaspar seguía igual que siempre: fuerte, sereno, con un aire magnético que imponía respeto.
En ese instante, Micaela abrió la puerta y vio a la enfermera parada en el pasillo, volteando con cara de sorpresa.
—¿Te pasa algo? —preguntó Micaela, sin rodeos.
La enfermera se recuperó de inmediato y sonrió.
—No, nada, solo pasaba por aquí.
...
Samanta regresó a casa. Noelia estaba viendo un programa de concursos en la sala y, al verla entrar, se levantó de un salto. El color de Samanta era tan pálido que parecía que le hubieran drenado toda la sangre.
—Samanta, ¿qué te pasa? Tienes la cara blanca como el papel —Noelia corrió a sostenerla.
Samanta se dejó caer en el sofá y le pidió con voz débil:
—Hazme un favor y dile a la empleada que me prepare una sopa para recuperar sangre. La necesito.
—Sí, yo la llamo ahora mismo —Noelia fue corriendo a hacer la llamada.
Samanta se quedó pensativa y, sin dudar, tomó su celular y marcó el número de Lionel.
—¿Hola? ¡Samanta! —la voz de Lionel sonó igual de cálida que siempre.
—Lionel, quiero verte —la voz de Samanta temblaba, con un dolor difícil de disimular.
—¿Qué pasó? ¿Te pasó algo? ¿Dónde estás?
—Estoy en casa, ¿puedes venir y quedarte conmigo un rato? —suplicó Samanta en voz baja.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Divorciada: Su Revolución Científica