En ese momento, el celular de Micaela sonó. Al mirar la pantalla, vio que era un número desconocido, aunque de la misma ciudad.
Frunció el ceño y se dirigió al balcón para contestar.
—¿Bueno? ¿Quién habla? —preguntó con cortesía, aunque no esperaba nada bueno.
—Micaela, soy yo. ¿Platicamos? —La voz al otro lado tenía ese tono desafiante tan típico de Samanta.
Micaela no podía creer que Samanta aún tuviera el descaro de llamarle. Además, cada vez se las ingeniaba para marcarle desde un número nuevo, porque el anterior ya lo tenía bloqueado.
—No tengo nada que hablar contigo —respondió Micaela con un bufido, sin ganas de perder el tiempo en tonterías.
Pero Samanta siguió a su ritmo, sin importarle la negativa.
—Micaela, ¿de verdad crees que entre Gaspar y yo no pasó nada? ¿Te acuerdas del día de mi concierto en el país? Si no hubieras irrumpido en mi camerino y nos hubieras interrumpido a mí y a Gaspar... ¿tienes idea de lo que pudo haber pasado?
Se rio, complacida, y remató recordándole:
—Aunque seguro no hace falta que te lo diga, lo viste con tus propios ojos… mi cabello enredado en el cinturón de Gaspar…
—Tus porquerías me dan asco. No me interesa escucharlas, ni perder el tiempo en eso —le espetó Micaela, sin molestarse en disimular su fastidio.
Samanta, lejos de molestarse, soltó una carcajada aún más fuerte.
—Si te da tanto asco, ¿entonces todavía planeas volver con Gaspar?
Micaela apretó la mandíbula. ¿Samanta se tomaba tantas molestias sólo para esto? Quedaba clarísimo que su propósito era sonsacarle si iba a regresar o no con Gaspar.
Pero Gaspar era el papá de su hija, y, aunque no hubiera sido un buen esposo, Micaela deseaba que al menos fuera un buen padre. Samanta quería ensuciar la imagen de Gaspar ante ella, pero Micaela no pensaba caer en ese juego ni darle gusto.

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