Pasé la noche en el Nicho, al tope del barranco, donde quedaran ropas de nuestra última visita. Y temprano en la mañana, me encaminé a pie hacia la aldea. La sanadora me reconoció de inmediato, y se llevó un dedo a los labios atisbando hacia atrás por sobre su hombro.
—Aguarda —susurró.
Dejó la puerta abierta para retroceder hacia la cocina. Di un paso dentro de la casa y me asaltó una verdadera avalancha de olores, no todos agradables. Espié lo que hacía y descubrí la figura dormida en el suelo frente al hogar. La sanadora le destapó la cabeza para vendarle los ojos, dejando a la vista la larga cabellera blanca. Verla me causó un escalofrío de rechazo, y detecté su esencia apocada en medio de aquel caos de aromas.
La anciana notó mi expresión al regresar hacia mí.
—¿En qué puedo ayudarte, mi señor? —preguntó en voz baja, intentando disimular su súbita aprensión.
—Tal vez podrías decirme por qué das refugio a un maldito vampiro —gruñí cruzándome de brazos.
—¿Un…?
Alcé las cejas, señalando con el mentón a la muchachita dormida tras ella. La sanadora frunció el ceño como si no supiera de qué hablaba. Inspiré hondo para no perder la paciencia.
—La hallé en el bosque anoche, a punto de ser devorada por un león.
Advertí que la muchachita, tendida de espaldas a nosotros, palpaba la venda y se envaraba. Había despertado, aunque permaneció completamente inmóvil y silenciosa. La sorpresa de la sanadora parecía genuina, pero no quería que se distrajera con las aventuras de su invitada.
—Responde, mujer —insistí.
Dejé que la sanadora creyera que la muchachita seguía durmiendo, para ver qué decía.
—¿Te refieres a Risa? Es humana, mi señor. Nació aquí mismo, en esa mesa, hace quince años —dijo en un soplo—. Sus padres llegaron como fugitivos y un inmortal mordió a su madre en la pradera. Tu padre la salvó, y viendo que estaba por dar a luz, la hizo traer aquí para que intentáramos salvar a la criatura. Y allí la tienes.
La enfrenté ceñudo. No olía ninguna mentira, pero era la primera vez que escuchaba algo así. La sanadora se encogió de hombros como disculpándose.
—Sus ojos eran negros cuando nació, pero se aclararon hasta adquirir ese color púrpura después de cumplir los seis años —agregó—. Y su cabellera se blanqueó paulatinamente en los últimos años, al igual que su piel. Pero eso es todo, mi señor. Jamás ha exhibido ninguna habilidad ni necesidad fuera de lugar. Te aseguro que lo único que tiene en común con los inmortales es su aspecto, y doy fe con mi vida que no es una espía.
Asentí desviando la vista hacia la muchachita, que fingía seguir durmiendo. Esquivé a la sanadora para acercarme a ella, y me estremecí en el esfuerzo de controlarme al ver su lacia cabellera y su piel, blancas como si jamás se hubiera expuesto a la luz del sol. Me acuclillé un paso tras ella. Contenía el aliento en su esfuerzo por mantenerse inmóvil. Husmeé el aire cerca de su cabeza y no pude contener un gruñido de rechazo.
—Apestas —mascullé entre dientes—. No quiero volver a encontrarte en mis bosques tras la caída del sol.
—Sí, mi señor lobo —musitó con un hilo de voz, sin mover un solo músculo.
Me incorporé con brusquedad. Necesitaba largarme de allí o la estrangularía.
—Enséñale límites además de pociones, mujer —regañé a la sanadora de camino hacia afuera.
—Sí, mi señor —respondió la anciana inclinándose ante mí.
Me marché a paso rápido hacia el sur, y volví a bañarme en la cascada antes de tomar el camino al castillo, por si se me había pegado el olor a paria.
Decidí que era hora de comprobar si mi anca estaba completamente curada y corrí la mayor parte del trayecto. No sentí la menor molestia. ¡Al fin! Tres años para terminar de recuperarme del lanzazo que recibiera la noche que capturaran a padre. La perspectiva de volver a ocupar mi lugar liderando las cargas me entusiasmaba, distrayéndome del sinnúmero de preguntas que me daban vueltas en la cabeza desde que viera a esa muchachita la noche anterior. Especialmente después de lo que explicara la sanadora.
Madre me respondió poco antes de llegar al castillo. Sin embargo, tan pronto le mencioné a la muchachita, me dijo que lo hablaríamos durante la cena. Milo y Mendel me recibieron burlones al verme llegar sin trofeo.
—Dejé la piel en el Nicho —dije de camino a mis habitaciones—. No quise humillarlos ante toda la manada.
—Seguro —asintió Milo con sorna—. Y cuando pasemos por allí en invierno, descubriremos que algún animal se comió hasta la cola.
—Puedes creer lo que más le convenga a tu pobre desempeño —respondí.
—Eso te da una presa más que yo —intervino Mendel—. Pero ningún oso.
—Aún quedan un par de semanas antes que hibernen. Tal vez tenga suerte y te iguale. Y Milo volverá a quedar último.
Seguí bromeando con ellos de camino a los aposentos de madre, donde me cerré a todos salvo ella. Habían servido la mesa frente al hogar, y la sonrisa con que me recibió indicó que sabía de qué le había hablado.
—De modo que cambió —dijo apenas me senté con ella, sus ojos blancos hallando los míos por intuición, como si pudiera verme.
—¿Sabías que existía?
Me relató una visión que tuviera quince años atrás, sobre una mujer embarazada entre los fugitivos y mi padre con un recién nacido en brazos.
—Creí que no tenías visiones con humanos —tercié, saboreando el espeso caldo de verdura y carne.
—Fue la única vez. —Su sonrisa se hizo triste, como siempre que hablaba de padre—. Tu padre la vio hace unos diez años con Tea, la sanadora, en el bosque, y me comentó que sus ojos se estaban tornando rojizos como los de Mora. Poco después volví a verla, pero ignoraba que fuera ella.
—¿A qué te refieres?
—Vi una muchachita apenas púber, como una versión infantil de una blanca. Tú sabes que no existen blancos tan jóvenes. —Madre meneó la cabeza sin dejar de sonreír—. De modo que era ella.
—¿Cómo es posible? La sanadora dijo que un blanco mordió a su madre, pero eso no es suficiente para convertir a ningún humano.
Contuve mi curiosidad para respetar la pausa que hizo, mirándola pescar los trozos de carne del caldo con esa precisión que nunca dejaría de asombrarme.
—La madre estaba malherida cuando tu padre la halló —dijo al fin, como si compartiera sus cavilaciones—. Y fue él quien mató al blanco. Seguramente la sangre del paria cayó sobre las heridas abiertas de la mujer y penetró en su organismo.
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