El Alfa del Valle romance Capítulo 4

Le dije a Brenan que se adelantara, a ver si Artos podía enviar a una madre para ayudarnos. Mientras esperábamos, fuimos a echarnos al sol, apenas tibio ya, y traté de explicarles a los cachorros que esa gente era como nosotros, y como ellos. Intenté recordar cómo lo había aprendido yo, pero no servía. Todos nosotros nos habíamos criado viendo cambiar a nuestros padres, y aprendíamos a cambiar a voluntad antes de los cinco años. Para nosotros, tomar una forma u otra era una cuestión de comodidad, algo instintivo.

Artos envió a su propia esposa, que llegó corriendo cuesta arriba por delante de Brenan, alborozada al ver a los huerfanitos. Como Luna, compartía la capacidad del Alfa de comunicarse con lobos de otras manadas, y recibió a los pequeños con palabras y gestos afectuosos que calmaron su recelo instintivo sin dificultad.

A pesar de todo, no logramos convencer a los cachorros de que cruzaran el umbral de la gran morada en la que vivían Artos y su familia, junto a los padres de los lobeznos más pequeños.

Los huérfanos aullaron y lloraron cuando me vieron entrar, y acabé yéndome al bosque con ellos. A mis sobrinos no les hizo ninguna gracia, pero insistieron en seguirme.

Me sorprendió que Artos y su esposa se nos unieran después de la cena. Los cachorros se asustaron tanto al verlos en dos piernas que intentaron esconderse bajo mi cuerpo.

—Vamos, pequeños, es Luna —les dije, sintiéndolos temblar entre mis patas.

Ella les habló con su mente y tendió una mano para que la olieran. Como siempre, Quillan fue el primer valiente, mientras su hermana se encogía contra mi pecho, su cabeza bajo la mía hasta que la aparté, dejándola expuesta.

—¡Es ella! —exclamó el cachorro atónito—. ¡Es ella, hermana!

Artos había traído ropas para mí. Me incorporé y la cachorra corrió a esconderse tras Brenan, asomando la cabeza temblorosa tras su lomo, las orejas gachas. Fui junto a ella y la lamí hasta que fue capaz de apartar la vista de su hermano trepado al regazo de una mujer.

—Yo también cambiaré, Sheila —le dije—. Iré allí atrás y volveré como un hombre.

—¡No! ¡No te vayas! —exclamó cuando me aparté.

—No me iré —aseguré, frotándola con mi hocico—. Aguarda aquí y verás.

La cachorra ladró al verme regresar, todo el lomo erizado. Me agaché ante ella sonriendo y la alcé antes que pudiera escabullirse. Se revolvió en mis manos gruñendo.

—Tranquila, pequeña. Soy yo —le dije.

Aprovechando la sorpresa que le causó escucharme, la acuné en mis brazos para que me oliera.

—¡Mael! —exclamó—. ¡Eres hombre!

—No, pequeña, soy lobo. Todos aquí somos lobos.

La acaricié y la rasqué, mi cara junto a la suya, sonriendo mientras ella reía asombrada, hasta que se revolvió para bajarse. La dejé en el suelo y corrió a saltarle encima a la esposa de Artos, que sujetó a un cachorro con cada brazo, estrechándolos contra su pecho.

—¿Qué planeas hacer con ellos, Mael? —preguntó Artos.

—Dejarlos descansar un día o dos y llevarlos conmigo a casa —repliqué.

—Ya ha comenzado a nevar en el paso —terció su esposa con acento grave—. No creo que estén en condiciones de cruzar, tan jóvenes y mal alimentados.

La enfrenté ceñudo y Artos soltó una de sus carcajadas estruendosas, palmeándome la espalda.

—Vamos, que no tienes tiempo para criar huérfanos. Déjalos aquí con nosotros. Ya los llevaremos a visitarte en un par de años.

—¿Quieren quedarse aquí, pequeños? —inquirí tomando a Sheila en mis brazos.

—¿Aquí contigo? —preguntó la cachorra lamiendo mi cara.

—Aquí con Artos y Luna y toda su familia.

—¡Sí! —exclamó Quillan, panza arriba sobre la falda de la esposa de Artos.

—Bien, vamos a casa entonces —sonrió mi tío.

Esa noche me dormí con los cachorros en mi cama, acurrucados contra mi pecho, entre mis brazos. Y desperté a la mañana siguiente con Quillan estirado sobre mi espalda y Sheila contra mi costado, la cabeza metida bajo mi axila. Más tarde los llevé con los otros lobeznos. Aguardé hasta que perdieron el miedo de sumarse a los juegos y me escabullí con sigilo.

Las madres solicitaron mi presencia por la tarde. Al parecer, las que estaban amamantando habían logrado comunicarse un poco con los cachorros, aunque lo único que les habían entendido era mi nombre. Así que tuve que pasar un par de horas en medio de todos aquellos críos alborotadores, con Quillan y Sheila echados junto a mí, jugando entre ellos y mordisqueándome. Estaban tranquilos y contentos, aunque todavía no lograban hacer a un lado todo su recelo, y yo resultaba la figura más familiar en aquel entorno desconocido.

Esa noche, una de las madres intentó llevárselos a dormir con sus propios cachorros, pero la pequeña despertó gritando mi nombre. Su vocecita me arrancó del sueño con un sobresalto, y seguí su llamada hasta dar con ella.

La estreché en mis brazos, una mano en su cabeza, hasta que se calmó. Entonces alcé también a Quillan, que nos observaba angustiado, y me los llevé a dormir conmigo.

Les tomó casi una semana pasar la noche sin despertar llamándome. Dos días después me acerqué por última vez al prado donde jugaban con sus nuevos amigos. Permanecí a distancia segura para que no advirtieran mi presencia, y después de cerciorarme que estaban bien, les agradecí a las cuidadoras con un cabeceo y me alejé hacia donde me esperaban mis sobrinos.

Sabía que no volvería a verlos en muchos años, pero no importaba. Los habíamos salvado de una muerte segura allá al sur, y eran tan jóvenes que no tardarían en integrarse a la manada de Artos como si hubieran nacido en ella. Además, su presencia me daba esperanzas de que hallaríamos más de los nuestros al sur de las montañas, a pesar de que la población de humanos seguía creciendo y expandiéndose.

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