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El Alfa del Valle romance Capítulo 1

LIBRO 1: INVIERNO

*

Un simple vistazo a la expresión de mi hermano bastó para que riéramos burlones.

—Alguien terminará el año sin haber cazado un solo león —se mofó Milo.

—¿Recuérdame cuántos osos cazaste en los últimos meses? —replicó Mendel molesto.

—Ya, ya. Tendré que encargarme yo mismo —tercié, apartándome de ellos.

—¿Qué haces? —me preguntó Milo sorprendido—. Se suponía que regresemos a casa esta noche.

—Ustedes, imprimados —repliqué—. Yo puedo pasar la noche donde quiera.

—No hagas trampa —dijo Mendel a mis espaldas—. Un solo intento. Si regresas con la piel después de mañana, no cuenta.

—Salúdenme a mis hermanas —repliqué alejándome al trote.

El sol aún estaba alto. Si seguía el río, podría llegar a la cascada al anochecer. La hora perfecta para emboscar al león y terminar aquella breve temporada de descanso con un trofeo más que mis hermanos, aunque no fuera un oso. Bien, tal vez tuviera suerte y encontrara uno por el camino.

Cacé un zorro desprevenido poco antes de alcanzar el barranco de la cascada y me demoré merendándolo. La noche se cerraba sobre el bosque cuando bajé por el cauce seco de un arroyo de deshielo.

Descubrí huellas frescas del león en la delgada capa de barro al final del cauce, y podía oler rastros de su esencia. Agucé el oído. No, el predador no estaba en las inmediaciones, pero había pasado por allí hacía muy poco. Se estaba acercando demasiado a la aldea. Se me ocurrió que tal vez pudiera ofrecerle un cebo que lo engañara y lo empujara a exponerse.

Continué hasta el estanque disfrutando la calma de aquel anochecer otoñal. No quería ni pensar en lo que traerían los próximos meses. Organizar la defensa, decidir quiénes la liderarían, asegurarme que los más jóvenes estuvieran listos para luchar, convencer a los más viejos que era tiempo de dejar la primera línea.

Y en medio de todo ese ajetreo, tendría que interrumpir los preparativos para bajar al pueblo con mis hermanos. De sólo pensarlo me ponía de mal humor. No entendía por qué nos empeñábamos en mantener esa costumbre inútil de traer humanas al castillo. Como si las que trajéramos en los últimos años hubieran despertado el interés de alguien.

¡Humanos! Cortos de vida, cortos de miras, cortos de entendederas. Jamás había comprendido por qué Padre les había permitido asentarse en el Valle. Menos aún por qué les había dado tanta libertad en nuestras tierras.

El verano, me repetí por enésima vez. Todo cambiaría este verano. Entonces limpiaríamos el Valle de humanos de una vez por todas. Los devolveríamos a la frontera, donde pertenecían, y empujaríamos a los parias de regreso a las orillas de sus lagos congelados. Y allí los mantendríamos, acorralados, mientras buscábamos a los otros clanes. Una vez que nos reuniéramos con ellos, ya no necesitaríamos procrear con humanas y tendríamos las fuerzas necesarias para el asalto final.

Precisaríamos planear la logística con cuidado, pero confiaba en que Milo se encargaría con su eficiencia acostumbrada.

Absorto en mis pensamientos, me di cuenta que estaba a pocos pasos de la cascada. Un rumor en la vegetación reclamó mi atención, pero no vi ni olí nada. Seguramente había sido un conejo escabulléndose para esconderse de mí. Cambié y me sumergí en el agua helada. Si el león rondaba cerca, no resistiría la tentación de un hombre solo, aislado en medio del bosque en plena noche. Fui a pararme bajo la cascada misma para exponerme más y ocultar mi esencia a su fino olfato.

La luna asomó por encima del barranco y el bosque pareció transformarse en su sereno resplandor. Me aparté de la cortina de agua para mirar alrededor, disfrutando aquel paisaje único.

Sólo entonces advertí un olor que no tenía nada que hacer allí. Observé las orillas con mirada atenta, en busca del humano que percibía, pero no logré descubrirlo. Su esencia parecía apocada, y mezclada con salvia o algo similar. Sabía que las mujeres del pueblo venían hasta aquí en busca de hongos en esta época del año, y la sanadora solía adentrarse hasta el barranco en busca de sus hierbas medicinales. ¿Tal vez una de ellas había estado aquí por la tarde?

Bien, al menos lo reconocía. Pero estaba tan embrollada con sus propias ropas, que lo que tenía ante mí no era más que un lío de telas empapadas. Me acerqué a olerla y su esencia me arrancó un gruñido. Porque mezclado con su olor humano, reconocía ese rastro débil, casi imperceptible, como a láudano. ¡Una sierva! La muchachita no sólo era uno de los espías que los parias infiltraban entre los refugiados humanos: ¡obedecía órdenes directas de un blanco!

Me obligué a controlarme y le aparté el lío que le cubría la cabeza tratando de no lastimarla. Retrocedí incrédulo al ver su cabellera. ¿Qué demonios? ¿Qué clase de abominación tenía ante mis ojos? ¿Cómo podía oler a humano y verse como blanco?

Apestaba a miedo, y bien que hacía. Cuando me disponía a saltarle al cuello, irguió el torso para sentarse en sus talones, las lágrimas rodando por su piel antinaturalmente pálida, y alzó sus manos temblorosas para abrir el cuello de su vestido. Vi perplejo que cerraba sus ojos de sangre y echaba la cabeza hacia atrás, ofreciéndome su garganta. ¿Qué diablos hacía? ¿Ocultaba un arma entre sus ropas e intentaría atacarme si me acercaba para matarla?

La observé tratando de decidir qué hacer. La blanca había cruzado las manos sobre su falda y permanecía completamente inmóvil ante mí, la garganta expuesta, los ojos cerrados, destilando miedo por cada uno de sus poros, el corazón batiendo en su pecho como si estuviera a punto de estallar.

Necesitaba respuestas, y no sería así que las obtendría. Retrocedí varios pasos más, alejándome de ella, y me lancé hacia la espesura. Me alejé hasta que casi no la escuchaba. Entonces, tal como hiciera antes, retrocedí con sigilo.

La blanca se cerraba el vestido temblando como una hoja y llorando con todas sus fuerzas. Al parecer le alcanzaban las luces para comprender que sus horas estaban contadas. La observé incorporarse con dificultad y alejarse hacia la aldea a paso lento, renqueando y llorando.

Le permití adelantarse. Ya tenía su esencia, m*****a fuera. No precisaba tenerla a la vista para seguirla.

Tardó una eternidad en salir del bosque, ahogando gemidos de dolor a cada paso. Y noté que tomaba el camino más directo, demostrando que no estaba perdida ni había llegado a la cascada por azar.

Cuando al fin entró a la aldea, siguió el canal que bordeaba los cultivos hasta un callejón en el otro extremo de la aldea. Troté tras ella tan pronto dejó el sendero junto al canal. Quería ver cuál era su puerta.

Cuál no sería mi sorpresa al verla entrar a la única casa del pueblo que reconocía. ¿La sanadora? Hasta alcancé a oír la voz de la anciana regañándola. Di media vuelta y me alejé de regreso hacia el sur. Tenía un león por cenar antes que algún oso me lo robara. Y en la mañana, la sanadora tendría que explicarse si apreciaba su vida.

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