El Alfa del Valle romance Capítulo 3

Aquella plática con madre me dejó un resabio amargo que no logré quitarme en los días siguientes. Sabía que no servía de nada discutir y argumentar. Mi única alternativa era probarle con hechos concretos que no estaba obsesionado con la guerra, sino con la paz. Y de momento no podía hacerlo.

Al fin me harté de estar encerrado en el castillo con mis cavilaciones. Dejé a Milo a cargo de todo y me marché con los hijos de mi hermana hacia el oeste.

Los curas del monasterio eran nuestro principal vínculo con lo que llamábamos los clanes perdidos, manadas sin vínculos de sangre con nosotros, diseminados en las tierras más allá de las montañas, con quienes teníamos escaso contacto directo debido a la distancia que nos separaba de sus territorios.

Cada año, las exploradoras intentaban contactar una de esas manadas, pero no siempre tenían éxito. En ocasiones, los parias y los humanos daban cuenta de ellos, o los obligaban a buscar un nuevo territorio, y las exploradoras pasaban semanas viajando para volver con las manos vacías.

La iglesia seguía siendo nuestra mejor fuente de información. Los curas que viajaban de parroquia en parroquia tenían noticias, que eventualmente llegaban a oídos de los que vivían en el monasterio entre nuestro valle y el Valle Esmeralda.

De modo que se me ocurrió visitarlos antes que la nieve cerrara los pasos de montaña.

Hacía al menos diez años que no teníamos noticias del clan de Egil, en el gran bosque al sudoeste del Valle, y las que nos dio el abad no eran prometedoras.

Dos o tres años atrás, los humanos de las llanuras vecinas al territorio de Egil habían comenzado a hablar de monstruos en sus bosques. No todas las descripciones sugerían lobos, porque así son los humanos. Unos decían haber visto osos gigantes y hasta dragones. Otros juraban que se trataba de demonios, mitad cabra, mitad hombre. Otros les discutían que eran centauros, no hombres cabra. Como fuera, se habían organizado y habían enviado grupos armados a dar buena cuenta de los monstruos. No habían regresado con trofeos, pero los rumores habían cesado.

Lo cual, para nosotros, era preocupante.

Las rodillas del abad pronosticaban al menos un mes más de buen clima antes que empezaran las nevadas, así que decidimos que valía la pena arriesgarnos y visitar esos bosques, para ver qué había sido de ese clan.

Tuvimos que bajar al Valle Esmeralda, porque mi tío Artos, Alfa de ese territorio, se ofendería si llegaba a enterarse que habíamos cruzado por sus tierras sin detenernos a saludar. No resultó una visita inútil, porque un grupo de mercaderes se disponía a regresar al sur antes del invierno, y se ofrecieron a mostrarnos el camino más directo a nuestro destino. El único inconveniente era que todavía no estaban listos para partir.

Inconveniente para mí, porque llegamos al valle en vísperas de la Luna de Nieve, y la expresión de mis sobrinos me recordó la conversación con madre, acerca de atender a las necesidades de los míos. De modo que me tragué mis objeciones y pasamos los siguientes tres días como huéspedes de Artos, participando de la última cacería antes del invierno, banquetes y fiestas, para alegría de los muchachos. Ninguno de ellos se imprimó, pero al menos se divirtieron.

Cuando al fin partimos del valle hacia el sur, no tardamos en comprender que si seguíamos al paso de las carretas de los mercaderes, no podríamos regresar antes que la nieve cerrara los pasos. Los dejamos atrás al día siguiente. Tuvimos la suerte de cazar dos leones y un oso, de modo que iniciamos el descenso de las montañas con el estómago lleno y de excelente humor.

Pronto dejamos el camino para internarnos en el bosque, porque encontramos una aldea de pastores de la que no sabíamos nada, encaramada en la ladera como las cabras que pastoreaban.

A pesar de separarnos para cubrir más terreno, y dedicar varios días a explorar hasta los lugares más recónditos, no encontramos señales de que jamás hubiera habido lobos allí.

Salimos del reparo del bosque por la noche para continuar hacia el sur, y atravesamos inadvertidos una aldea de campesinos. El cielo comenzaba a clarear cuando dejamos atrás aquella apacible pradera para internarnos bajo los árboles que la acotaban por el oeste. Éste era el territorio del clan de Egil. Se trataba de un bosque mucho más extenso, y ninguno de nosotros sabía con exactitud dónde tenía sus moradas la manada. No nos quedaba más alternativa que explorarlo a consciencia, aunque era evidente que nos demandaría al menos una semana.

Una tarde, después de tres días sin hallar más que rastros antiguos de la manada, Brenan, que abría la marcha, se detuvo expectante a la vera de un arroyuelo. Lo imitamos de inmediato.

—A la izquierda, tras el roble —indicó.

El ruido de ramillas aplastadas en esa dirección, al otro lado del arroyuelo, reclamó nuestra atención.

—Aguarden aquí —les dije.

Los tres muchachos permanecieron en la orilla mientras yo cruzaba el cauce poco profundo. Me inmovilicé apenas hice pie al otro lado, porque la brisa había cambiado de dirección, trayéndome una esencia inconfundible desde donde oyéramos el ruido.

Como Alfa, podía comunicarme con la mente con cualquier lobo, aun si no pertenecía a mi manada. Era la primera vez que intentaría alcanzar a un lobo desconocido, y sentía curiosidad por ver cómo resultaba.

—Hermano —dije, sentándome.

Aquella única palabra provocó un revuelo tras los arbustos que crecían en torno al roble. Aguardé con paciencia, oyendo que mis sobrinos bebían del arroyuelo y se echaban junto a la orilla. Era evidente que había al menos un lobo tras esos matorrales, y no lograba imaginarme por qué no respondía ni se dejaba ver. Opté por imitar a los muchachos y echarme también.

Oí más ruidos de hojas y ramillas detrás del roble, y una voz aguda que pareció golpearme en la frente.

—¡Aguarda!

Ahora comprendía a qué se había referido madre al decir que escuchar lobos de otras familias a veces resultaba incómodo.

En ese momento asomó una sombra parda tras los arbustos, y vi sorprendido que era un lobezno muy delgado, de dos o tres años. Me observó con una mirada extraña, entre desconfiada y suplicante, las grandes orejas erguidas. Le sonreí y moví la cola para alentarlo a acercarse. El cachorro daba un paso hacia mí cuando otro cachorro le saltó encima, intentando detenerlo.

—¡No! —exclamó con su voz chillona, empujándolo con tanta brusquedad que lo derribó.

—Tranquilos, no les haré daño —dije.

Los dos se volvieron hacia mí con los ojos muy abiertos, las orejas tan rígidas como sus frágiles cuerpitos.

—Somos como ustedes y vinimos a ayudarlos —agregué con cuanta suavidad pude.

El cachorro que se asomara primero ladró y movió la cola, acercándose a los saltos antes que el otro pudiera volver a detenerlo. Hice ademán de levantarme y se detuvo abruptamente, atemorizado, de modo que volví a echarme. Terminó de acercarse con más cautela, haciendo pausas para olerme desde lejos. Era tan menudo que tuve que bajar la cabeza para olerlo cuando al fin llegó frente a mí.

—¿Tienes nombre, pequeño? —le pregunté, moviendo la cola mientras lo dejaba olerme, para terminar de calmar su recelo.

—¿Nombre? —repitió oliendo mis patas, su vocecita como un silbido en mi mente.

—Una palabra que te identifica sólo a ti. Yo soy Mael, ése es mi nombre.

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