La mejilla de Romeo tenía marcada la huella de una bofetada, tan nítida que incluso algunos dientes le golpearon la punta de la lengua, dejando en su boca un sabor metálico a sangre.
Si decidía llamar a la policía, esa marca sería la prueba más directa.
Pero si lo hacía, ¿cómo iba a explicar que él, todo un tipo hecho y derecho, había recibido una cachetada de una mujer? Si esto llegaba a la comisaría y sus amigos se enteraban, se convertiría en el chisme del año en San Márquez.
No podía darse ese lujo.
Aun así, dejar que Ariana se saliera con la suya tampoco le caía nada bien.
Romeo la observó en silencio por un buen rato. En el fondo de su mirada chisporroteaba rabia y una chispa calculadora. De pronto, se le dibujó una sonrisa torcida y atrevida.
—Ya que te atreviste a pegarme, lo mínimo es que me invites un café aquí al lado. Si lo haces, me olvido del asunto.
Apenas terminó de hablar, estiró la mano para agarrar a Ariana, listo para arrastrarla, llevarla directo a su carro y, después, hacer lo que él quisiera. Total, ¿quién le iba a decir algo?
Tan ciego estaba por el coraje, que hasta se le olvidó a qué había ido al centro comercial.
Lo que Romeo no sabía era que Ariana lo veía venir desde lejos. ¿Y dejarse atrapar tan fácil? Ni en sueños.
Justo cuando Romeo alzó la mano para tocarla, Ariana, que ya venía bien preparada, sacó de su bolso —escondido bajo las ropas que pensaba comprarle a su papá— un pequeño bote de spray de defensa personal y, sin dudarlo, le apuntó directo a los ojos.
—¡Psssh!— El chorro fue abundante y preciso.
Ariana había comprado ese spray apenas esa mañana. Su idea era usarlo contra Esteban, ese tipo deleznable, pero al menos le estaba sacando provecho con este tipo empalagoso. No perdió nada.
Romeo jamás se imaginó que Ariana traía semejante as bajo la manga. Sin la menor defensa, recibió el spray de lleno en los ojos.
El dolor fue inmediato y brutal, como si le hubieran echado fuego líquido en la cara. Se retorció, mostró los dientes, la cara se le desfiguró por el ardor y empezó a gritar descontrolado.
Ariana aprovechó la confusión. Mientras Romeo se retorcía y apenas podía ver, ella jaló a la joven vendedora que había estado parada como estatua todo ese rato y la llevó lejos, no fuera a ser que el otro, en medio de su rabieta, las lastimara por accidente.
—Tú... él... —balbuceó la vendedora, con el corazón todavía atorado en la garganta, sin lograr hilar una frase coherente.
Romeo, por su parte, fue llevado al hospital tan pronto llegaron los agentes. Primero había que atenderle los ojos, después verían qué más pasaba.
Luisa Rodríguez, aunque fue por voluntad propia a dar su declaración, no podía evitar sentir miedo.
Y es que ese tipo, el que terminó con los ojos ardidos por el spray, antes de que llegara la policía no paraba de insultar y amenazar a Ariana. Le gritó que tenía conocidos en la comisaría, que se preparara para la cárcel, que no iba a salir limpia de esa.
El ambiente en la sala era tenso. Luisa, con las manos apretadas sobre las rodillas, miraba de reojo a Ariana, quien parecía tranquila a pesar de todo.
—No te preocupes —le dijo Ariana, intentando tranquilizarla—. Lo único que hice fue defenderme.
Luisa asintió sin mucha convicción, todavía con el miedo pintado en el rostro.
Mientras tanto, en el hospital, Romeo gritaba de dolor, exigiendo venganza.
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