Ariana no le respondió.
De todos modos, aunque no contestara, ese hombre tan astuto y mañoso igual terminaría apareciéndose en su puerta, sin vergüenza alguna.
Justo cuando acabó de pensar eso, el timbre sonó.
Al mismo tiempo, su celular vibró con un mensaje de él: [Estoy afuera, ¿puedes abrir la puerta?]
Ariana no tenía ganas de dejarlo pasar, pero su nuevo plan requería, inevitablemente, lidiar con él.
Tomó aire, se armó de valor durante un buen rato y, al final, se levantó para ir a la puerta.
Solo abrió una rendija, lo suficiente para asomar el ojo, y preguntó en tono acusador:
—¿Otra vez vienes a decir que te vas a mudar?
Esteban estaba parado afuera. A través de ese espacio tan chico —apenas cabían dos dedos— solo alcanzaba a ver uno de los ojos de Ariana.
Tenía unos ojos almendrados preciosos, llenos de vida, transparentes, como si no tuvieran ni una pizca de malicia.
Él recordaba cuando, con esos mismos ojos, ella lo miraba con curiosidad, con timidez, con cariño.
Ahora, nada de eso quedaba. Solo veía distancia, una frialdad que dolía y, encima, un rechazo total.
Tardó un momento en darse cuenta, pero de repente sintió como si una mano invisible le apretara el pecho.
Le dolía.
—Vine a pedirte perdón. ¿Puedo pasar para hablar contigo? —tragó saliva, hablando con dificultad.
Lo más seguro era que ella no lo dejara entrar.
Pero aunque tuviera que quedarse en la puerta, necesitaba disculparse con ella.
—¿Por qué quieres pedir perdón? —preguntó Ariana, alerta, sin abrir más la puerta.
—Por lo que pasó hace años —contestó Esteban.
¿Lo que pasó hace años?
Ariana se quedó en blanco.
¿Se refería a eso…?
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