La amplia habitación VIP del hospital estaba envuelta en un ambiente extraño, pero al mismo tiempo, todo parecía en armonía.
Ariana estaba sentada en la zona de descanso de la habitación, platicando con Salomé y su esposo. No muy lejos, Esteban permanecía en silencio junto al mueble, pelando fruta con meticulosidad.
Cortaba la fruta en trozos pequeños y perfectos, ideales para comer de un solo bocado. Luego, acomodó algunos tenedores en el plato de frutas antes de llevarlo, sin prisa, hacia donde estaba su madre.
—Prueba un poco.
La voz de Esteban era profunda y serena; su expresión tan natural que cualquiera pensaría que Ariana no existía para él, como si fuera invisible.
Pero justo cuando Esteban se acercó, Ariana instintivamente se movió un poco hacia un lado.
No quería estar cerca de él, mucho menos respirar el mismo aire que ese hombre.
A Esteban no pareció molestarle ese pequeño gesto suyo.
—Ari, deberías comer algo, esta fruta está dulce —dijo Salomé con una sonrisa, invitando a Ariana a probar un poco.
Aunque sabía que esas frutas habían sido cortadas por su hijo y tal vez Ariana no quisiera comerlas.
Y como lo esperaba, Ariana rechazó la invitación con amabilidad:
—Gracias, señora Salomé, pero mejor coman ustedes. Tengo que regresar a casa, voy a cenar con mi papá, ya me tengo que ir.
Al escucharla mencionar a su padre, Salomé pareció conmoverse un poco y no pudo evitar preguntar:
—¿Tu papá está bien? Hace tiempo que no lo vemos, ni yo ni el señor Ferreira.
Héctor intervino, recordando con una sonrisa tranquila:
—Sí, la última vez que lo vimos fue en su cumpleaños, ¿no? Ya pasaron unos cinco o seis meses, creo.
Desde que Ariana y Esteban se casaron, Julián Santana celebraba su cumpleaños dos veces al año: una con su familia y amigos de toda la vida, en la fecha según el calendario tradicional, y otra, en la fecha oficial, con Salomé, Héctor y Esteban, compartiendo una cena sencilla en casa de Julián.
Así habían sido los últimos tres años. Pero este año… las cosas cambiaron.
Salomé y su esposo no pudieron evitar sentir cierta nostalgia.
Ariana, serena, respondió:
—Sí, ya tiene rato, pero mi papá está muy bien, señora Salomé, señor Ferreira, no se preocupen.
Salomé sonrió, aliviada, y preguntó:
—¿Vas a salir ahora? Si quieres, le pido a Manu que te lleve. A esta hora es difícil encontrar carro.
—Gracias, señora Salomé. Entonces, me despido, la próxima vez vuelvo a visitarla —esta vez Ariana no rechazó la amabilidad.
Por la tarde, cuando se mudó a la nueva casa, Ariana ya le había llamado a Julián para avisarle que esa noche cenarían juntos.
Al llegar, Julián ya había preparado tres platos y una sopa, y toda la casa estaba impregnada de un aroma delicioso que abría el apetito en segundos.
Ariana aprendía todo rápido, y lo hacía bien, salvo en la cocina: ahí, por más que se esforzara, jamás igualó el sazón de su padre.
—La comida de papá es la mejor —dijo Ariana sentándose a la mesa, con la alegría de una niña.
Julián le sonrió con ternura:
—Si te gusta tanto, puedes venir todos los días. Yo te preparo lo que quieras.
Ariana soltó una carcajada mientras se servía:
—No quiero que te canses, papá. Con venir de vez en cuando y aprovechar para comer rico, ya me doy por bien servida.
Padre e hija platicaron animados durante la cena, a ratos comentando lo que pasaba en la televisión. Era un momento de paz y calidez, como los que marcaron la infancia de Ariana.
En aquellos años, cuando su madre Elena aún vivía, aunque ambos padres siempre estaban ocupados, los fines de semana y días festivos se reservaban para estar los tres juntos, compartiendo la mesa y risas.
Por eso Ariana siempre tuvo una visión optimista del matrimonio, creyendo en la felicidad y la armonía.
Hasta que se topó con Esteban, y descubrió que el matrimonio también podía doler como una herida abierta.

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