Rocío giró la cabeza para observar a Lázaro y Mireya, quienes estaban sentados en el sofá.
Ambos la miraban con esa indiferencia de quien no se siente aludido.
—Para que alguien se atreva a decir “perro rabioso” en un lugar como este, seguro es porque suele rodearse de ellos, ¿no? Mira, eres ingenua, espontánea, súper tierna, pero tengo cosas que hacer, así que no voy a seguir tu juego —Rocío le sonrió apenas a Mireya, alzó su copa y se alejó.
No podía permitirse un enfrentamiento con esa chica tan arrogante en medio de ese evento.
No solo no saldría ganando.
Hasta podría acabar cayendo en su trampa.
La chica se quedó pasmada ante la reacción de Rocío. Dio media vuelta, volvió al sofá y seguía en las nubes:
—¿Esta interesada no solo no me armó escándalo, sino que hasta me echó flores?
Hernán soltó una carcajada:
—Jimena, si ya dijiste que es una interesada, ¿crees que va a pelear contigo aquí? Si arma un pleito, ¿cómo va a seguir buscando con quién quedarse?
Jimena torció la boca, desilusionada:
—Bah, ni siquiera logré que perdiera la compostura, quería verla como gallina enjaulada y no se pudo. Aburrido.
Rocío no se había alejado mucho; escuchó cada palabra entre Hernán y Jimena con absoluta claridad.
Sintió un nudo amargo apretarle el pecho.
En un evento de negocios como ese, Lázaro había elegido llevar a Mireya, no a ella, la verdadera señora Valdez. Por si fuera poco, tenía que aguantar que una mujer como Jimena, malcriada hasta el extremo, la usara de entretenimiento.
Sintió las lágrimas arderle en los ojos.
Pero no iba a derrumbarse.
No tenía a nadie que la respaldara.
Lázaro jamás saldría en su defensa.
Tenía que hacerse fuerte por sí misma, protegerse a ella, a Elvia, a Sergio, y a la abuelita.
Buscó un sofá apartado, se sentó sola, saboreando el licor mientras intentaba ubicar entre los asistentes a esos inversionistas que Fabián le había mencionado.
—Hola, ¿puedo sentarme aquí? —preguntó un hombre desconocido, impecablemente vestido de traje, tomando asiento frente a Rocío.
—Claro.



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