Rocío guardó silencio.
Dos guardias de seguridad la arrastraron afuera sin darle oportunidad de defenderse.
En la gala benéfica, todas las miradas se clavaron en Rocío como agujas de acero, sin piedad ni compasión.
Mientras la llevaban fuera a empujones, sus ojos se cruzaron con los de Simón.
La mirada de Simón le decía: “Te lo buscaste.”, pero también tenía un dejo de lástima, como si suspirara por la miseria ajena.
También alcanzó a ver a Eugenio.
La mirada de Eugenio era aún más cruel que la de Simón.
Él la observaba con una sonrisa venenosa, disfrutando cada paso con el que Rocío era arrastrada fuera del salón.
A punto de ser echada a la calle, Rocío vio a una persona más.
Era Samuel.
Samuel la miraba distinto. No tenía la expresión recta y justiciera de Simón, ni la malicia de Eugenio.
Su mirada era...
Como si ella no fuera una persona, sino un estorbo molesto que se quería quitar de encima.
No había odio en sus ojos; de hecho, casi parecía estar de buen humor.
Y, aun así, esa actitud lograba helarle la sangre a Rocío.
Se miraron fijamente, y Samuel dejó escapar una sonrisa relajada.
—¿Qué pasa, señor Ríos, también conoce a esa mujer? —preguntó un amigo cercano de Samuel, que estaba a su lado.
Samuel se encogió de hombros, burlándose de sí mismo:
—Y pensar que caí en sus mentiras tan fácil...
Cuando Rocío le contó que era la desarrolladora del proyecto de casas para adultos mayores y que Fabián la había presentado, él no dudó ni un segundo.
Claro, si Fabián la presentó...
Pero ahora caía en cuenta.
¡Había sido engañado por esta mujer tan descarada y torpe!
—¿Qué? —El amigo, desconcertado, no entendía nada.

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