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El día que mi viudez se canceló romance Capítulo 15

Carlos soltó una sonrisa resignada y le dijo:

—Ay, muchacha, entendiste mal lo que quiso decir Valentina. Lo que ella quería decir es que no estábamos preparados para recibirte. Según lo que me contó Rubén, anduviste un buen rato perdida en el patio, y pues, la verdad, no fuimos los mejores anfitriones. Nos tienes que disculpar, ¿sí?

Rubén, en voz baja, se acercó a Marisa y le susurró al oído:

—Marisa, relájate, estamos entre amigos.

Valentina, sin perder el ritmo, agregó:

—Ya se fueron todos los invitados, ahora sí, estamos aquí solo para consentirte. ¿Todavía no has cenado, verdad? Dime qué se te antoja y yo lo preparo para ti.

Rubén bajó la cabeza con una sonrisa y, acercándose aún más, le murmuró a Marisa:

—Marisa, mi mamá casi nunca cocina, ¿eh?

Marisa, un poco agobiada, agitó las manos y respondió:

—No, de verdad, señora, no hace falta. Yo solo vine a felicitar al señor Olmo por su cumpleaños y a dejarle el regalo que preparamos mi mamá y yo.

Carlos intervino para tranquilizar a Valentina:

—Tú siempre tan acelerada. ¿No lo ves? Marisa sigue igual que cuando era niña, todavía es muy tímida. Ya después, cuando venga más seguido, se va a ir soltando, y en ese momento sí la invitamos a quedarse a cenar.

Valentina no insistió más y soltó una risita:

—Está bien, está bien, Mari es penosa, y yo, que ya estoy vieja, tampoco tengo por qué forzar las cosas. Rubén, ábrele el regalo de una vez, anda, a ver qué te trajeron.

Enseguida Rubén abrió el regalo que había preparado Yolanda: era un par de figuras de jade, no de la mejor calidad, pero sí de un nivel bastante alto.

Rubén las tomó entre las manos y, con una sonrisa, comentó:

—Señora Páez, se lucieron con el regalo.

Comparado con el presente de Yolanda, el regalo de Marisa resultaba mucho más sencillo, algo que uno le daría a un amigo cercano, no tan formal.

Marisa sintió un poco de vergüenza. Había sido poco considerada al elegir una loción como regalo, ¿cómo pudo traer algo así?

Sin embargo, para su sorpresa, Rubén recibió el perfume con un gesto de total aprecio.

Marisa no pudo evitar bajar la mirada hacia la muñeca de Rubén, donde las venas resaltaban bajo la piel, y por un segundo no pudo apartar los ojos.

Juntos salieron y subieron al carro. Mientras avanzaban despacio por el patio y salían de la casa Olmo, Marisa pensó en lo rápido que se había vaciado el lugar. Hacía un rato estaba lleno de gente, y ahora solo quedaban los empleados recogiendo las cosas.

Apenas pasaron la entrada, Rubén, que iba manejando, estornudó de forma violenta, como si algo le hubiera provocado una alergia súbita.

Marisa, preocupada, preguntó:

—Señor Olmo, ¿se siente bien?

Rubén detuvo el carro a un lado del camino y siguió estornudando, uno tras otro sin poder contenerse.

Cuando por fin levantó la cabeza, la punta de su nariz estaba completamente roja. Desde donde estaba Marisa, podía ver cómo hasta su cara y el cuello se habían puesto colorados.

Rubén habló con honestidad, aunque se notaba algo fastidiado:

—Marisa, creo que voy a tener que ir al médico. No te voy a poder llevar de regreso.

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