En el estacionamiento subterráneo del hotel.
Después de estacionar el carro, Rubén se inclinó para ayudar a Marisa a quitarse el cinturón de seguridad.
Al acercarse, Marisa pudo percibir claramente ese aroma a madera y pino que siempre lo acompañaba.
Recordó que, en el cumpleaños de Rubén, por encargo de Yolanda, le había regalado una botella de perfume.
Sin embargo, desde ese día, no parecía haberlo visto usarlo.
—El día de tu cumpleaños te regalé un perfume, pero no te he visto usarlo desde entonces —comentó Marisa, haciendo una pausa enseguida, preguntándose si eso sonó como un reproche.
Se apresuró a aclarar—: Te lo di con mucho cariño, no para obligarte a usarlo. Además, el aroma que traes ahora me gusta más.
Rubén recordó aquel día en el que tuvo que llamar de urgencia a un médico. No era que no quisiera usar el perfume, es que no se atrevía.
¿Por qué no se atrevía?
Temía que Marisa descubriera que era alérgico a ese perfume.
Después de soltar el cinturón de Marisa, Rubén dijo despacio:
—El perfume que me regalaste es el mejor de todos, pero la verdad no suelo usar perfume, no he usado ningún otro.
Al decirlo, su expresión era tan seria que no dejaba espacio para la duda.
Al ver ese rostro tan cerca, tan atractivo y sereno, Marisa se quedó un momento perdida, sin poder ocultar su sorpresa.
—¿No usas perfume? —preguntó, confundida.
Entonces, ¿de dónde provenía ese aroma a madera y pino que siempre percibía?
Rubén asintió.
—No, no uso perfume. Pero, si quieres, puedo empezar a usar el que me regalaste.
Marisa, todavía dándole vueltas al aroma, no prestó atención a las palabras de Rubén.
Cuando volvió en sí, él ya estaba alisando las arrugas que el cinturón había dejado en su vestido.
Con la mirada baja, Marisa podía ver claramente sus pestañas, largas y espesas.
Se preguntó cómo era posible que un hombre tuviera unas pestañas tan largas y abundantes.
Eran bellísimas.


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