Yolanda estaba tan emocionada que sentía que el corazón se le salía del pecho. Temiendo haber escuchado mal, preguntó de nuevo para asegurarse:
—¿Es en serio, Mari?
Marisa echó una mirada al portarretratos roto en el suelo, con el rostro serio y decidido.
—Samuel ya está muerto, así que ahora tengo que vivir bien.
Sí, para ella, Samuel ya no existía en su corazón.
Aquellas palabras hicieron que Yolanda se pusiera aún más contenta.
Hasta ese día, Marisa siempre había tenido la actitud de que, si Samuel ya no estaba, para ella tampoco tenía sentido seguir viva.
La voz de Yolanda temblaba de la emoción.
—¡Eso es! Los que seguimos aquí tenemos que vivir bien, Mari, ¡bien en serio!
...
Esa noche, los ruidos de gemidos y golpes en la habitación de al lado se hicieron más intensos y descarados. Cada sonido era como una cuchilla sin filo que le cortaba el alma a Marisa una y otra vez, sin piedad alguna.
No pudo dormir hasta muy tarde. Apenas empezaba a clarear, cuando el sonido de la sirena de una ambulancia retumbó en toda la casa de los Loredo.
Marisa abrió la puerta de su cuarto y, al mirar hacia afuera, vio a Samuel bajando las escaleras a toda prisa. Llevaba en brazos a Noelia, con el rostro lleno de preocupación, bajando corriendo sin siquiera mirarla.
En todos los años que llevaban de conocerse, Marisa nunca lo había visto tan alterado. Samuel siempre había sido alguien tranquilo y ordenado, jamás perdía la compostura.
Abajo, las empleadas cuchicheaban entre ellas.
—La señora Loredo se despertó temprano, quejándose de náuseas y ganas de vomitar. El señor Loredo se puso tan nervioso que apenas amaneció llamó a la ambulancia, dice que la va a llevar a hacerse un chequeo.
Otra de las empleadas soltó una risa disimulada.
—Con el escándalo de anoche, yo que duermo en el cuarto de servicio de abajo también alcancé a escuchar. Ya llevan más de un mes intentando, lo raro sería que no quedara embarazada, ¿no?
Marisa se detuvo en la escalera de caracol, clavando los dedos en la madera fina, dejando marcas de la fuerza que hacía.
En eso, sonó el teléfono del hospital pidiendo que Marisa fuera de inmediato.
No tenía ganas de ir, le revolvía el estómago. Pero su suegra, entre ruegos y presiones, trató de manipularla con palabras de culpa.
—Marisa, aunque Samuel ya no esté, eso no cambia que sigues siendo parte de la familia Loredo. Nuestra familia siempre ha tenido pocos hijos, casi no hay descendencia. Ese bebé es un tesoro, no cualquiera llega así.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El día que mi viudez se canceló