¿Pensaría él que era una mujer sin límites o que estaba tan necesitada que no se aguantaba?
Mientras Marisa se ponía tensa y andaba toda incómoda, Rubén observaba con atención cada detalle de su pintura.
No cabía duda, ella tenía un talento natural para el arte.
Solo bastaba una mirada para entender exactamente lo que había querido plasmar. Al descubrir el motivo del óleo, Rubén no pudo evitar que las comisuras de sus labios se levantaran, formando una sonrisa imposible de disimular.
Marisa había usado azules y amarillos sin mezclar, permitiendo que el colorido se fusionara ante los ojos y cobrara vida propia, vibrante y saltarín.
Las pinceladas, cortas y separadas, le daban una energía única.
Rubén soltó un silbido de admiración.
—Marisa, ahora entiendo por qué te llaman la Monet de la Academia de Arte de Clarosol.
Había llevado el juego de luces y sombras al extremo.
Era, sin duda, una joya.
Marisa se quedó en shock. ¿En verdad él estaba contemplando su cuadro con seriedad?
Solo de pensar que Rubén estaba viendo el óleo donde lo había pintado semidesnudo, sintió que un hormigueo le recorría el cuero cabelludo.
Dio vueltas en su cabeza hasta encontrar una excusa.
—Hace rato, mientras intentaba dibujar el corderito, me quedé sin inspiración... así que garabateé cualquier cosa.
Pero viendo la actitud de Rubén, parecía que ni siquiera se le había pasado otra cosa por la cabeza.
Al contrario, lo veía entusiasmado solo por la obra.
—¿Me regalas este cuadro? —preguntó él, sin rodeos.
Marisa parpadeó, sorprendida.
—¿De verdad te gusta?
Mirándolo así, apenas cubierto con una toalla y nada más, no pudo evitar pensar que si lo pintaba en ese preciso instante, el resultado sería aún mejor que el anterior.
A veces, su mayor habilidad no era el arte, sino tener a un modelo como Rubén enfrente. Con ese cuerpo, cualquiera se inspiraba.

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