Él parecía siempre tan atento y preocupado por todo lo que tenía que ver con ella.
Marisa, por su parte, no sabía cómo agradecerle.
Cuando regresó a la habitación del hospital, bajó la mirada a su celular. Rubén seguía sin responderle los mensajes.
Sin poder evitarlo, Marisa arrugó la frente.
No solía pasar esto.
¿Le habría pasado algo a Rubén?
Marisa salió del WhatsApp, revisó la lista de contactos y, tras pensarlo un par de segundos, decidió marcarle.
Al tercer tono, él contestó.
Sin embargo, su voz sonó distante, con un tono que la hizo sentir un escalofrío.
—¿Qué pasa? —preguntó, y su tono cortante fue imposible de disimular.
Marisa se sintió incómoda, buscó las palabras—: Es que… como no me respondiste, pensé que te había pasado algo, así que decidí llamarte.
Él mantuvo el mismo tono seco de cuando atendió la llamada.
—No pasa nada, solo he estado ocupado.
Marisa soltó un largo —Ah…—, e intentó sacar conversación—: ¿Ya cenaste? ¿Quieres…?
Iba a proponerle salir a cenar juntos, pero antes de terminar la frase, él ya le respondió:
—Ya comí.
Dos palabras, tan tajantes que parecieron un portazo en la cara.
Eso la dejó sin hablar. Marisa entendió la indirecta y decidió no forzar más la charla.
Al colgar, se quedó viendo la luz de la luna que entraba por la ventana.
La luna brillaba con fuerza, pero sus pensamientos se sentían revueltos, pesados, imposibles de ordenar.
En eso, alguien tocó la puerta del cuarto.
—Adelante.
Entró un joven vestido con un traje impecable y una sonrisa perfectamente ensayada.
Si Marisa recordaba bien, debía ser el asistente de Rubén.
El asistente sostenía una bolsa blanca de algún aparato electrónico.

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