Cuando Sabrina lo mencionó, fue como si a Marisa se le encendiera un foco en la cabeza.
—Tienes razón… Entonces, ¿por qué Rubén se casó contigo?
Marisa pensó que quizá no debió llamar a Sabrina. Parecía incluso más perdida que ella misma.
—Se suponía que era para cumplir una promesa de la infancia —respondió Marisa, sin mucha convicción.
Sabrina soltó una carcajada incrédula.
—¿Una promesa de la infancia? Eso suena demasiado absurdo. Yo digo que aquí hay algo más, algo que seguro explica por qué de repente quiere divorciarse.
Marisa respiró hondo, sintiendo cómo un nudo se apretaba en su pecho.
—Sí, estoy segura de que hay algo más, pero ninguna de nosotras sabe qué es realmente.
En sus ojos se asomó una sombra de preocupación que no pudo disimular.
Sabrina, solidaria con la situación de Marisa, suspiró.
—Ay, de verdad… Y yo que pensaba que por fin nuestra niña buena iba a estar en paz. Quién iba a imaginarlo, sales de una mala para meterte en otra. Rubén sí que se pasó de lanza, ni pensó en ti. Si solo hubieras enviudado, todavía podrías escoger bien a alguien más, pero ahora, después de este divorcio, ya será tu tercer matrimonio… cada vez hay menos opciones.
Marisa no se había detenido a pensar en eso. Solo sentía una nube persistente en la cabeza, algo que no lograba aclarar, por más vueltas que le diera.
Recordando y dándole vueltas al asunto, empezó a dolerle la cabeza.
Se levantó y fue directo a la recámara.
Esa noche, la habitación se sentía especialmente vacía. El silencio era tan grande que la soledad la envolvió en cuestión de segundos.
Lo más extraño era que, aunque Rubén no estaba, el aroma de su colonia, esa mezcla de madera y pino, se sentía más fuerte que nunca, llenándole los sentidos.
Se dejó caer en la cama, la cabeza le latía y el cuerpo no respondía bien.
—Sabrina, ya no puedo más, mejor platicamos mañana, ¿sí?
Sabrina, aunque preocupada, vio la hora y asintió.

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