Marisa frunció ligeramente el ceño y, por instinto, colocó a Yolanda detrás de ella, enfrentando a la vendedora con una mirada directa.
—¿Tú puedes pagar estos aretes?
Los accesorios de Chanel eran considerados de lo más exclusivo. Aunque solo fueran unos aretes, el precio arrancaba en cinco cifras.
La pregunta de Marisa dejó a la vendedora sin palabras por un instante, pero solo logró que su mal humor se desatara aún más.
—Tal vez yo no puedo pagarlos, pero al menos no estoy aquí haciéndole perder el tiempo a nadie, ¿no? No sé qué intención traen, pero si no pueden comprar nada, mejor vayan a ver marcas que sí estén a su alcance, ¿para qué vienen aquí a perder el tiempo de todos?
Yolanda le jaló suavemente la manga a Marisa, indicándole con la mirada que no valía la pena discutir con alguien así.
Marisa conocía bien el carácter de Yolanda; ella siempre prefería evitar los conflictos.
Pero ser así por mucho tiempo solo lograba que la gente de mal genio pensara que podías dejarte pisotear.
Esta vez, Marisa no pensaba quedarse callada. Apretó los labios y respondió:
—¿Nosotras te hicimos perder el tiempo? ¿No se supone que tu trabajo es atender a los clientes? Aunque no compre nada, si entro a la tienda, soy clienta.
La vendedora rodó los ojos con descaro y soltó un bufido, su tono rebosante de desprecio.
—No me vengas con que “el cliente es lo más importante”. Para mí, solo las ventas importan. Si no vas a comprar, mejor lárgate.
Yolanda se sentía incómoda, sin saber en ese momento si debía comprar los aretes o simplemente irse.
Marisa, sin apartarse del lugar, la miró con los ojos entrecerrados.
—Nunca dije que no iba a comprar. Y aunque lo dijera, tú no tienes derecho a echarnos.
La vendedora frunció los labios y volvió a poner los ojos en blanco, como si eso pudiera borrar a las dos mujeres de su vista.
El ambiente se sentía cada vez más tenso, hasta que una voz tranquila y profunda rompió el silencio.
Marisa aprovechó ese instante para observar a Rubén de reojo. Vestía un elegante traje gris hecho a la medida; la corbata perfectamente alineada contra su pecho. La nuez de su garganta se marcaba con un leve relieve, transmitiendo una tensión difícil de explicar.
Marisa volvió a mirar a la vendedora y pensó: “No parece alguien que obedezca tan fácil a cualquiera. ¿Qué tiene Rubén que con solo unas palabras la hizo actuar así?”
Mientras Marisa intentaba descifrar el misterio, Yolanda, aún sorprendida, miró a su hija y luego al hombre a su lado. Un poco confundida, preguntó:
—Marisa, ¿él es tu amigo? ¿Por qué nunca lo habías traído antes?
En realidad, desde que Marisa se casó con la familia Loredo, apenas tenía amigos. Samuel prefería que su esposa no llamara la atención. Marisa, por su parte, se convirtió en una especie de pajarito enjaulado; incluso dejó de pintar, su más grande pasión.
Ni hablar de salir y conocer gente nueva.
Rubén le sonrió a Yolanda con cortesía, bajando la voz y el tono, con una actitud humilde y los ojos llenos de respeto.
—Buenas tardes, suegra. Soy su yerno.

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